Esperar un día

 


La carretera había llegado a su tercera edad. Con el asfalto agrietado, la naturaleza como invasora, recorrida ya solo por pies y pezuñas. A su vera sufría el mismo destino la parada de autobús, con la pintura desteñida, escondida entre la hierba alta, protegido tan solo su interior por su último usuario. Un hombre que seguía acudiendo sin importar que ninguna línea pasase por allí.

Sentado en su lado de siempre estaba apunto de recordar una risa. Hasta que entre la maleza, a pocos metros a sus pies, la criatura apareció. Desaliñada, confusa, mayor. Era un perro. Al verse mantienen la mirada, no como un reto animal, sino a causa de una sorpresa mutua. Ambos observaban lo grisáceo en el pelaje del otro, el cansancio en la mirada, las dudas. Hasta que el hombre de la parada se puso en pie y el perro decidió que era hora de irse. La risa no logro hacer eco en esa ocasión.

Al día siguiente el encuentro volvió a repetirse, pero sin una huida apresurada. El animal daba vueltas sin acercarse, a una distancia que sabía que no sería atrapado si decidía correr, observando al hombre. Y siendo observado de vuelta. Era un perro de tamaño medio, marrón, y estaba muy delgado. Al moverse el anciano el animal estuvo apunto de huir, pero decidió esperar, y pudo ver como el hombre buscaba en una mochila hasta sacar algo gris. Removió el papel de aluminio mostrando un bocadillo, del cual sacó un chorizo frito y lo ofreció al animal. Este no se acercó aunque no dejaba de oler el aire. Su lengua salia a paseo y sus pies luchaban entre sí sin que avanzara. Por lo que el hombre decidió lanzarlo con cuidado a un par de metros del animal. Que en cuanto atrapó el bocado salió huyendo. Una risa brotó del anciano al mirar su bocadillo ahora de pan y aire. El sonido resonó hasta el recuerdo. Había estado mirando a la mujer a su derecha tanto como su disimulo se lo permitía, algo de lo que para su desgracia no tenía mucho. No solo era hermosa, cuanto más la veía, más le parecía que figura cambiaba. La mujer consciente desde la primera mirada le dijo “¿Intentas recordarme por si no me ves más?”, y los nervios lo invadieron de tal manera, que apartando la mirada con brusquedad, su nariz impactó con el cristal a su izquierda, explotando la risa en ambos. La primera vez que la escuchó, la primera vez que se mezclaron sus voces. Al volver del recuerdo solo quedaba una línea cansada en su rostro mirando al mismo cristal.

El visitante peludo hizo que el hombre levantase la mirada de su lectura. Con las gafas puestas parecía la misma persona pero más agotada. Otro día más había vuelto a la parada de autobús. Esa vez era esperado; el anciano sacó de una bolsa dos cacharros, llenando uno con carne cocinada y otro con agua, y se los ofreció al animal. Que de nuevo no se acercó. El hombre se levantó despacio, inclinado hasta donde sabía que al perro se tensaba sin llegar a correr. Aprendizaje de errores anteriores. Y dejó los cuencos a mitad de camino entre ambos volviendo a su parada. Tras los segundos y las vueltas del cuadrúpedo, para asegurarse que el anciano no se levantará, se acercó a comer.

El hombre lo observaba como cada día desde su aparición. Ya había preguntado por toda la zona y nadie había perdido ningún perro, al menos que lo reconocieran. Si fuera así, ¿desde dónde venía? Estaba claro que llevaba tiempo fuera. Y el invierno estaba entrando, no era un buen momento para dormir a la intemperie, pero no podía apurarlo. «Debes dar tiempo cuando te importa», por lo que tan solo lo observó comer y marcharse con calma.

La frase la había dicho sin pensar. La mujer de la parada, se había visto con ella de cada lunes a viernes desde el choque. Estaba acostumbrado a ser el único usuario ya de la parada, esperando a que un día tan solo la anulasen y tuviera que resignarse a conducir. Pero ahora eran dos. De lunes a viernes. Hasta que él se presentó el sábado también. No tenía excusa para ir como el resto de la semana, los sábados no tenía que ir a trabajar al aserradero del pueblo, ella en cambio sí, iba para hacer la compra para la casa donde trabajaba como el resto de los días. Y ante la pregunta de ella del por qué no lo pensó.

«Debes dar tiempo cuando te importa». Fue el primer sábado que la acompañó, fue cuando pasaron a ser Rodrigo y Altena, no solo los conocidos de la parada.

Al verlo aparecer de nuevo dejó de pensar en ella. Tenía los cuencos preparados y no hizo el intento de dejarlos cerca, sino que cumplió la rutina dejándolos a medio camino, pero cuando el animal estaba terminando dejó un segundo cacharro de comida más cerca de él. Eso sorprendió a su conocido peludo. Casi podía verse como el animal pensaba. Caminaba adelante y atrás, parando para observar al anciano que no hacía más que esperar sentado, y volvía a repetir el proceso. Pero cada vez un poco más cerca. Hasta que terminó por decidirse y comenzó a comer el segundo. A poco más de un metro de la parada. El anciano se permitió respirar al fin, no lo había hecho por miedo a asustarlo.

Las próximas veces fueron más sencillas, hasta que ya compartían los almuerzos. Rodrigo comía bajo el techo de la parada y el perro al metro sin hacerle mucho caso. En cada visita pasaba más tiempo a su alrededor, incluso después de comer no se marchaba, se tumbaba cerca tan solo compartiendo el tiempo. Escuchando como el anciano le hablaba. Como le contaba sobre el libro que leía, sobre que nombre le encajaba mejor, y cada vez le hablaba más sobre ella. Hasta que llegó el día que las cosas cambiaron, siempre hay un día que lo hacen. Al igual que las otras veces el perro estaba comiendo ya en su segundo cuenco. Cuando un hecho olvidado golpeó la cabeza del hombre, haciendo que este se levantara de golpe con un «Mierda», y pillando por sorpresa al peludo. Que le enseñó los dientes en un gruñido, el cual hizo girarse al hombre de golpe, asustando por segunda vez al animal. El anciano se dio cuenta de su error, y sin dejar de hablarle se agachó despacio, intentando que su amigo viera que no quería hacerle daño. Sacó de la mochila el hecho que había olvidado, una pequeña bolsa de chucherías para perros. La abrió despacio y sin dejar de hablar al animal, el cual no había cambiado su actitud un momento. Las palabras del anciano no parecían cambiar nada, pero no dejaba de hablar, explicarle que no quería asustarlo y mucho menos hacerle daño. Se echó unas cuantas chucherías en las manos, estiró sus brazos, cerró los ojos y se quedó inmóvil.

Decidió confiar.

Los instantes que se mantuvo con los ojos cerrados serían difíciles de describir. Pero terminaron cuando sintió como el perro comía de sus manos. Al abrir los ojos pudo ver al animal, comiendo y moviendo la cola, aunque tuviera la vista borrosa logró verlo. Al acabar no se alejó, dejó que las manos lo tocaran y Rodrigo pudo sentir el olor del abandono en ellas, y su respuesta fue seguir acariciando al animal. El sonido que el perro emitió hizo sin saberlo que el hombre decidiera no dejarlo jamás, aunque él mismo no sabía que ya lo había decidido hace tiempo. Y siguió acariciando a su nuevo amigo, al igual que los siguientes días, aunque todavía terminaba por marcharse a algún lugar cuando el día oscurecía.

El tiempo pasaba y Rodrigo seguía compartiendo su vida con el animal. En ese momento estaba contándole su receta para hacer un buen bizcocho cuando un cuervo se paró ante ellos. El perro, tumbado a su lado en la parada, le ladró ahuyentándolo. Y la historia que estaba contando cambió, de nuevo ella se movió por sus labios, Altena.

Las mañanas eran diferentes desde que ella había llegado, al igual que las tardes, y cualquier momento del día. Eran diferentes. Los fines de semana estaban más tiempo juntos. El sábado era día de bajar al pueblo y comprar, el domingo el día libre para ambos. Ella trabajaba como interna en la casa de Don. Alberto, un hombre que no podías describir sin poner mala cara. Ambos vivían apartados del pueblo, con la diferencia que ella vivía en la casa más grande de la zona, y él en una humilde como cualquier otra, que era inmensa con ambos dentro. Por lo que la mujer no conocía mucho sobre la zona, y los domingos empezaron a ser días de paseos. En cada uno de ellos sabía más de ella, aunque nunca terminaba de contarle las cosas, también podría decir que no sabía mucho. Y llegó el paseo en el que las cosas cambiaron, siempre hay un día que lo hacen.

En una de sus historias, le había mencionado que de pequeña solía ir con sus padres a una pequeña catarata, por lo que era el día de llevarla a una. Lejos de la última casa de la zona, subiendo por el monte, conocía una pequeña catarata. Estaba nervioso, durante todo la subida las manos le sudaban sin parar. Aún a sus treinta y cinco años ella siempre lo ponía nervioso, o más bien, la palabra sería emocionado. Todo salió bien ese día, de hecho fue un gesto mayor del que él pensaba, fue la primera vez que vio su piel color aceite mojarse por las lágrimas. Se besaron. Y al separarse todo cambió, porque la atención de Rodrigo no recayó en la sonrisa de la mujer, o en sus ojos verdes, sino en su larga melena negra. Había cambiado. Ella se dio cuenta que podía verlo y se asustó. De su cabeza salía una emplumada y oscura melena.

«Tu pelo...»

La noche estaba llegando y el frío con ella. Eso cada vez lo preocupaba más, el perro seguía marchándose al caer la noche, y parecía que esa llovería. Decidió que haría las cosas diferentes, no esperaría a que el animal se marchase como siempre, esa vez recogió sus cosas antes y se puso en pie. Al salir de la parada llamó al animal para que fuera con él, pero este solo inclinó su cabeza desde el suelo, volvió a intentarlo empezando a dirigirse al camino. El perro se puso en pie pero no mostraba intención alguna de seguirlo. Subiendo ya por el camino de vuelta sacó una chuchería mientras seguía llamándolo y a eso sí respondió, tan solo para comerla y salir cuesta abajo como siempre, había llegado la hora de marcharse. Rodrigo lo intentó con fuerza, llamando a su peludo amigo, explicándole que no tenía que seguir marchándose. Que era suficiente del frío y la lluvia. Pero lo perdió al meterse entre la maleza. Siguió llamándolo un par de veces más hasta que aceptó que no sería esta vez y siguió su vuelta a casa. No podía dejar de pensar en como lograrlo, en que no se le ocurría nada decente, en que haría mal tiempo. Hasta que oyó los pasos a su espalda y se giró para encontrarse al perro. Ya estaba lejos de la parada. Lo había seguido y lo hizo el resto del camino.

Al entrar en casa esas paredes recuperaron vida. El animal correteaba de un lado al otro olisqueando todo, tirando una banqueta en el proceso de descubrimiento, mientras el anciano le hacia un pequeño viaje guiado por la casa. Volviendo hasta la cocina, donde cenaron y vieron la televisión juntos, con el perro en un lugar de honor ante la cocina de leña. Escuchando como llovía esa noche.

El sueño vino acompañada de recuerdos. Muchos, demasiados para una noche de paz, idóneos para una difícil. En su mayoría estaba la mujer que ama y de la que había descubierto su verdadero aspecto. Porque, tras un tiempo, logró verla. Tan sencillo como eso. La verdad vino después, no se asustó en ningún momento, de hecho todo tenía incluso más sentido. La mujer que amaba tenía largas plumas negras en lugar de cabello, y algunas otras se extendían por sus extremidades también, era en palabras sencillas: un genio. El miedo de ella vino de la sorpresa, se supone que un mortal no debería ver su verdadera imagen, pero se disipó al ver su reacción. Y es que le daba igual, sentía curiosidad por el hecho, pero no más que eso. Su percepción de ella, lo que sentía, lo que deseaba a su lado, no se alteró en absoluto. Eso le hizo Altena verlo a él.

Y así, entre muchas conversaciones diferentes, supo que no tenía una lámpara mágica que frotar, sino una botella de la que se debe beber. Que no era la interna de Don. Alberto, era su genio, su amuleto de la suerte, su prisionera. Fue hombre listo y usó su primer hechizo para que le contase todo sobre su especie, el segundo para que ella no pueda hacerle daño de ninguna forma, y el tercero no lo ha usado todavía. Ni piensa usarlo. Porque algo que no sabe mucha gente, es que mientras tengas el poder sobre un genio, la suerte te sonreirá por completo. Y así era desde que ella estaba, cada vez era más rico, cada vez le iba todo mejor. Ella en cambio, no lograría ser libre. Podía fingir tener una vida mortal, ya que era la imagen que el señor de la casa había decidido mostrar al mundo, pero nunca podría marcharse de aquella casa.

Nunca.

El despertar vino acompañado de un perruno y entusiasta abrazo. La alegría de este dejó a un lado los recuerdos, y le hizo decidir que era lo siguiente, una indudable ducha. Pensó que sería una odisea, un camino largo y difícil, pero no fue así. A estas alturas el perro ya había descubierto algo sobre Rodrigo. Tenía la forma de un delgado gigante, las manos le temblaban y hablaba mucho, pero a su lado era seguro. Por lo que tan solo se dejó llevar hasta la bañera. Al sentir el agua caliente se quedó quieto mientras su cola respondía alegre por él. El anciano le contaba lo buen chico que era y lo bien que le vendría este baño. Lo enjabonó con calma, su pelo estaba anudado, así que se tomó su tiempo para no hacer daño al animal. El agua caliente volvió a aclararlo y siguió durante un rato más. Al perro le gustaba y el hombre no pudo parar. Porque entendió mejor aquel antiguo gruñido al asustarlo. Ahora que el pelo no estaba desaliñado fue capaz de ver las cicatrices alrededor de su cuello, las que recorrían su lomo, y la que cruzaba una de sus piernas traseras. «Vamos a conseguirte un nombre, ¿qué nombre te gustaría pequeño?» logró decir mientras sus lágrimas se mezclaban con el agua del baño.

Flint siempre parecía desaliñado aunque ya se veía limpio. Era el talento natural de ese perro. En los últimos tiempos había ganado peso y acompañaba a Rodrigo a todos los sitios, y como siempre, a la misma parada de autobús. Ya tenía su manta que llevaba para tumbarse a su lado y dormir la siesta mientras el hombre leía. Los días eran cortos pero mejores. Seguían siendo una espera, pero una más amena con un nuevo lazo. Hasta la parada de bus estaba más alegre, con ambos esperando en su interior, lo habría dicho si tuviera forma de hacerlo. Había visto como su último usuario esperaba la mitad de su vida. Como otra vez se quedaba atrapado por la lluvia al caer la noche. Ambos, perro y hombre, miraban la lluvia al resguardo de la parada. Querían irse a casa pero no empaparse en el proceso, por lo que solo esperaban a que escampase.

Y en una noche así, hace treinta y cinco años, empezó su espera.

Fue la noche que decidió mentir a Altena. Esperaba que le perdonase tras ello, pero si no llegaba a hacerlo, estaba dispuesto a admitir las consecuencias. Era otro domingo y le dijo que la esperaría en casa, que tenía algo especial para ella. Y así la mujer acudió sin más preguntas, pero al llegar no se encontró con él, si no con una casa vacía y una nota de disculpa. No necesitó más para comprender lo que estaba sucediendo en ese momento. Salió corriendo. Mientras estuviera atada como genio, no podía ejercer sus poderes sin permiso, le tocaba correr y la distancia era larga. Y Rodrigo lo sabía bien, porque en ese momento ya estaba entrando en la casa de Don. Alberto. Por mucho que ella le había pedido que no lo hiciera, porque sabía donde estaba la botella, pero si lo encontraba dentro estaría acabado. Ya que el segundo deseo era el escudo ideal contra él, la genio no podría hacerle daño de ninguna forma, y era la causa de que Rodrigo actuase, él tampoco podría hacerle daño. Y por supuesto, lo encontró con la botella en la mano.

El señor de la casa no levantó la voz, porque reconoció al hombre. Fue consciente de que sabía la verdad, solo había ido por la botella, y le ofreció dinero. El que quisiera a cambio de dejar eso donde estaba y marcharse. Al rechazarlo pasó a la amenaza, todavía le quedaba un hechizo, podría torturarlo durante la eternidad, pero no cedió. Entonces fue consciente, estaba ahí por ella, no por la botella. Y la clase de sonrisa que no deseas ver se formó en su rostro. Sabía que era libre de hacer lo que quisiera.

Las manos del señor eran como mazas que empezaban a romperse. Pegajosas por la sangre ajena, empezaban a llenarse de heridas por los golpes. Al fin había logrado hacer que Rodrigo se arrodillase, pero todavía no soltaba la botella, y su dueño no tenía prisa. Sabía que no podía hacer nada con ella. No podía romperla, no podía beber al guardarla vacía, no podía devolver los golpes. Con lo que solo siguió hasta que el dolor de sus manos empezó a molestarlo, ahí decidió darse un descanso, tenía que guardar fuerzas para cuando su genio llegase.

Iba a encenderse un cigarro cuando la risa lo sorprendió. Ante él, el hombre que tenía de rodillas reía hasta tener que apoyar sus manos en el suelo. Por un momento Don. Alberto pensó que se había vuelto loco de tantos golpes, hasta que la risa se cortó, y el miedo sopló en la nuca del señor de la casa. Porque pudo ver como Rodrigo escupía su propia sangre en la botella, y sin apartar la mirada del señor, bebía de ella.

Antes de que Don. Alberto pudiera reaccionar la luz invadió la habitación. Alrededor de la brillante botella aparecieron unas manos bien conocidas, con ellas el resto de Altena se materializó ante su nuevo amo, cesando la luz y mostrando la misma sorpresa en el rostro que tenía el anterior. Al ver el estado de su amado y que había sido llamada entendió lo que había sucedido. Apunto estuvo el antiguo amo de ver la ira de un genio, pero para su fortuna fue frenada, una mano en su hombro la hizo voltear para ver un rostro que no mostraba ira. Solo alegría por verla. Tras abrazarla siguió su camino hasta el culpable de todo, caminando como un gigante que había olvidado su tamaño, y tan solo le dio una orden que el señor obedeció con la cabeza agachada: «Márchate y olvídala».

El primer deseo fue para regresar a casa al instante. El segundo para sanar sin esperas. El tercero tardó una semana en llegar. Una semana en la que no fueron capaces de separarse. Y que al llegar el último día ella quiso evitar, porque sabía de antemano cuál sería, pero no le había explicado lo que conlleva liberar a un genio. Este volverá al lugar donde fue embotellado, entonces tendrá una nueva vida, una en la que no recordará la anterior. Al menos no al principio, siempre queda lo más importante de la vida anterior, pero un genio tiene todo el tiempo por delante; un genio tarda en recordar.

El tercer deseo fue pedido, Altena fue libre, y la espera empezó.

Parecía que la lluvia no tenía intención de detenerse por esa noche. Tendrían que terminar por ceder y regresar a casa bajo el desastre. Rodrigo se puso en pie, estiró la espalda mirando al cielo, dudando mientras su amigo lo mira desde la manta. Sin duda el no tenía ninguna intención de salir a mojarse. «¿Tú qué piensas, esperamos un poco más?», preguntó al animal mientras se sentaba a su lado de nuevo. Sin ser consciente, que al final de la carretera, los focos de un coche se acercaban bajo la lluvia.



Diego Alonso R.

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