Las últimas cuerdas

 


Nací muerto y desde entonces vivo desbordando. Era lo que siempre me decía mi madre, pero teniendo en cuenta los límites de su realidad, puede que no sea verdad. Que mis primeros segundos fueran entre las comunes lágrimas, que tan solo fuese su forma de explicarme que sentir con intensidad es la única de demostrar que vivimos de verdad. La echo de menos. Ella no sabría qué decirme en estos momentos, se sentaría a mi lado y no se arreglaría nada, pero podría respirar llenando los pulmones.

En su lugar solo miro la pantalla sin verla y esperando a que la primera llamada me aleje de pensar. Que la rutina me condene salvándome de la realidad que intenta hablarme. La alerta salta y los pitidos suenan tres segundos después, la primera llamada del día. Pulso en aceptar y comienzo el día de trabajo cuyo número no tiene importancia.

Trabajar en atención al cliente tiene muchas cosas malas y algunas buenas que no conozco. Pero me permite trabajar desde casa siguiendo esta realidad. He terminado por aprenderme todo el manual de el Turbo-3500, el robot de cocina más vendido del año, para terminar repitiendo las mismas cuatro soluciones para todos los malditos problemas. En esta caso un hombre tubo la gran idea de no leerse las instrucciones más básicas esperando que de algún modo todo fuera a salir bien. Y por supuesto, no lo hizo, ¿por qué iba a salir algo bueno de casualidad? Tan solo escucho las palabras clave entre la cascada de quejas, ya que la realidad es que la mayoría de ellas son solo para liberar lo que lleva dentro, una mezcla de molestia y mal humor por seguir viviendo. O puede que solo sea yo proyectando y solo quiera una solución. Por supuesto sé lo que debe hacer, le indico con calma y exactitud la solución numero tres y cuelgo la llamada con un «Gracias y que tenga buen día».

Seguí pasando entre voces y las mismas palabras hasta llegar al medio día. Cuelgo la última pensando en que no estoy seguro de algo. De que debería girarme rápido, mirar a mi alrededor, encontrar el invisible problema y correr en la dirección opuesta. Y mi solución es levantarme para hacer la comida. Al abrir la nevera veo que se está vaciando pero no importa, mañana es jueves, todo volverá a empezar. Agarro un paquete de hamburguesas abierto y los restantes ingredientes. Pongo música para que silencie el ambiente y comienzo a cocinar. Puede que sea la mejor parte del día, mientras preparo aquello que extenderá la vida y me olvido de todo. Hasta que coloco la última pieza y se acaba el instante. Apago la música y como en silencio.

Solía acompañar la comida con algún vídeo de Youtube, antes de eso veía series, y más atrás no comía solo. Pero el silencio fue ganando una fuerza que ya no soy capaz de negarle, por lo que el único ruido que le molesta está en mis bocados. No logro terminar el par de hamburguesas y tiro los restos a la basura. Miro a la ventana pensando si hoy me atreveré. Doy el primer paso en su dirección y freno antes del segundo, «Ya ni sé para que lo intento» me digo fingiendo estar rendido.

Termino la jornada de trabajo y me estiro en la silla. Tras pasar el tiempo para decirme que ya es suficiente de nada me levanto. Camino por la casa durante un par de minutos perdido, y como siempre que pienso acabo en el mismo lugar, lo evito. Enciendo el televisor y busco entre los canales, exigiendo a la máquina aquello por lo que fue criticada, que apague cada rincón de mis pensamientos. De nuevo, como falsa deidad fracasa, y salto al sofá para que Twitter haga el trabajo. Pero tampoco logra su cometido, tan solo me recuerda lo asqueroso de la humanidad. Ahora también estoy molesto mientras me desespero por apagar mi maldita cabeza. Opto por aquello que intentaba evitar, me pongo una película donde un alienígena con bioluminiscencia se hace amigo de unos niños. Funciona. A medida que las escenas avanzan mi mente olvida el pánico. No temo pensar en algo que me haga dudar de mi vida, tan solo acepto el sedante efecto del cine, la calma que me genera su película favorita. La paz del recuerdo de quien estuvo a mi lado atrae al sueño, hasta que termino por dormirme en el sofá.

Sueño con ella, que siento su calor.

Me despierto y veo el portátil apagado en el suelo, debí quedarme dormido antes de que acabase la película y la batería expiró. Miro la hora consciente de que no puse alarmas para el trabajo y respiro decepcionado por levantarme a tiempo. Pienso si buscar el sueño otra vez, puede que todavía pueda sentir el calor una segunda vez, pero me decanto por el no. Dejo el portátil enchufado de nuevo en la habitación y mientras enciende voy a la cocina. Abro la nevera buscando algo que llevarme a la boca, pero en segundo plano soy consciente de que no tengo tiempo, por lo que bebo algo de agua y la cierro. En todo el proceso la neblina del sueño todavía nubla mi visión, si no fuera por ello estaría alarmado, porque la nevera no se ha repuesto. Habría sido consciente de que el bucle no se está renovando. Pero no es así, tan solo me voy a trabajar.

Al llegar el medio día regreso a la nevera. Siento la boca seca y la cabeza pesada, supongo que no descansé tan bien como pensaba, abro el frigorífico y bebo de nuevo. La húmeda vida baja por mi garganta trayendo mis sentidos de vuelta. Veo que la nevera no se ha repuesto. Dejo la botella en su lugar y comienzo a mover todo lo que queda en su interior, sin ningún objetivo claro, no es como si fuera a parecer una nota que explicase lo sucedido. Termino por cerrar la puerta y abrirla un par de veces con una vacía esperanza. Pero nada cambia, la nevera no se repone, el bucle está fallando.

Mirando al suelo pero sin verlo pienso en lo que esto significa. Durante meses siempre ha sido igual, cada jueves el bucle se renueva, la casa vuelve a como estaba ese día. No ha fallado nunca. ¿Habrá acabado y ya está? En cierta forma es plausible, sucedió de la nada, podría irse de la misma forma. Tan solo otra decisión que yo no tomo. Me muevo por la cocina sintiendo como el miedo forma una sonrisa desde su lugar en lo más hondo, las piernas me tiemblan en cuanto dejo de moverme y lo evito cambiando de habitación, paseando entre las paredes que forman mis días. Mi respiración no se acelera, ni el sudor frío brota de mi nuca, ni tan siquiera mi bello se eriza. Ninguna de las advertencias de que la sonrisa formada enseñará los dientes, pero sé que está yendo, que voy a perder el mínimo control que he logrado formar sobre ello. Así he llegado a plantarme ante la puerta del piso, con la mano alrededor del picaporte, tan solo tengo que girarlo y descubrir si todo se ha terminado. Y así todos los síntomas del temor que no sentía se materializan al instante. Lo suelto y vuelvo al trabajo, no estoy listo para ver eso de nuevo.

Las horas han pasado sin que pudiera pensar en nada. Tan solo cumplir mi trabajo con una insípida funcionalidad ejemplar para cualquier ser carente de vida. Y mientras cumplo la más básica función vital sentado en la taza del váter, tomo un riesgo controlado. Hago un pedido a una pizzería cercana. Puede que no sea la jugada más valiente tomada nunca, pero todo acción depende de su contexto, y ya dije que era un riesgo controlado. El pedido llegará en veinte minutos.

El móvil suena y cojo la llamada recuperando la circulación de la mano.

¿Hola?

Hola, soy el repartidor de Glutonni. Creo que ha habido un problema con la dirección, ¿podría repetírmela? –Podría notar por su tono que está cansado, pero soy incapaz de apreciar algo en este instante.

¿Tardará mucho en llegar? –respondo tras repetir la dirección.

Perdona, ¿esto es una broma?

Claro que no, esa es la dirección, estoy en casa esperando.

Mira, no estoy para perder el tiempo, tengo más repartos. –Ahora sería otro buen momento para notar la molestia en su tono, pero no sucede.

Estoy hablando en serio, esa es la dirección de mi casa.

¡Venga ya! Si estoy aquí, un vecino me abrió la puerta y estoy en el rellano.

Genial, pues entonces solo toca el timbre. –Por favor, necesito algo que me empuje a abrir, me callo para mí.

¡Pero que no hay la puerta «D»! Aquí solo hay tres pisos, esa puerta no está. Así que deja de vacilarme y dame la dirección o tendré que seguir con los otros pedidos.

Lo siento. –Cuelgo antes de escuchar la rabia del repartidor.

Tengo ganas de gritar al mundo pero tan solo aprieto los dientes e intento no romper las cuerdas que todavía me sostienen. Me levanto y regresa la caminata de interior. No es suficiente ritmo y enciendo la cinta para correr. No mido el tiempo, la velocidad, no controlo mi respiración. Tan solo corro como si fuera capaz de alcanzar una distancia en donde no existen los problemas. Hasta que mi vista se nubla y tropiezo cayendo contra el suelo. No me quejo del dolor, tan solo me quedo en el lugar, dejando brotar las lágrimas que nublaban mi vista. No veo la forma en la que puedo soportar esto. No tengo forma de salir, estoy atrapado en lo que una vez fue mi hogar. Ni tan siquiera puedo pedir ayuda, nadie podrá llegar hasta mí. Mientras el bucle funcionase podría seguir viviendo, aceptar que nunca llegaría a tener una vida real, tan solo un seguir de los días. Tan solo acepté esa realidad y seguí adelante. Pero ahora estoy condenado. Siento como una de las cuerdas se rompe y me hace volver en mí.

¿Cómo sé que estoy condenado? Nunca llegué a comprobarlo. Tan solo acepté mi destino desde lo hondo del foso. Pero nunca comprobé a fondo si tenía forma de salir. Voy al baño para limpiarme la cara mientras siento el temblor de la esperanza. Sé que nadie puede llegar hasta mí, pero también puedo salvarme yo, merezco salvarme. Traigo la pizarra que uso para el trabajo al salón y la borro sin dudar. Escribo frenético todo lo que sé sobre la realidad que me atrapa y la observo. Lo que hay tras la puerta no es algo semejante a una salida. Pero tampoco tengo muchas más opciones, lo más lógico es intentarlo por una ventana, pero esa salida no me sacaría solo del piso. Así que tan solo me quedan las paredes, estoy en un edificio, si tiro la pared correcta acabaré en casa de otra persona. Según el repartidor mi puerta ya no existe, pero eso no significa que el apartamento se haya ido a otro lugar, y aunque así fuera, al menos saldré de aquí. Ya veré a dónde me lleva eso.

Ese será el camino a seguir.

Busco en la caja de herramientas y no tengo la gran cosa para esta meta, tan solo un martillo común, no es lo mejor pero podría ser peor. Voy al fondo del salón y hago una X con rotulador en la pared. Pongo una playlist en Spotify que me gusta, agarro con fuerza el martillo, doy el primer golpe.

La luz deja de entrar por las ventanas y el sudor se concentra bajo mis pies. Los impactos continúan hasta hacerse arítmicos y decido parar. No sé que hora es y no pienso comprobarlo, solo quiero descansar. En la cocina bebo hasta sentir algo de vida y abro la nevera. Apenas me queda comida, ¿debería racionarla? No sé si el plan saldrá bien, sería lógico tenerlo en cuenta. Pero qué mierda estoy diciendo, si el plan sale mal no voy a salir de aquí, un día más de vida me importa una mierda. Si no salgo al menos voy a comer bien. Me preparo un humilde banquete con la comida que me queda y voy directo a la cama. No me cuesta pillar el sueño, no tengo pesadillas, es el mejor descanso en más de un año.

Despierto a otra hora inexacta y recuerdo que tengo que trabajar.

Que le den. Nunca me ha gustado ese trabajo.

Me doy una larga y caliente ducha. Tomo un café sin azúcar. Pongo de nuevo la música. Y agarro el martillo.

En este golpe noto que algo se rompe. Apenas es un agujero, pero puede apreciarse si uno pone atención, es el final de la pared. Los martillazos se vuelven arítmicos y caóticos. Cada vez llevan más carga, pero no es esperanza, no es ansia de libertad, tan solo es rabia. Aquella que puse tiempo atrás a dormir y ha estado creciendo. La misma que sentía cuando las cosas salían mal, cuando sin que yo tuviera opción los demás tomaban las decisiones, cuando el dolor no se marchaba, cuando no lograba ser yo. Dejando salir todo aquello que ya no tenía fuerza para retener olvido el dolor de mi mano, tan solo sigo golpeando la pared hasta que logro llegar al otro lado.

Me detengo.

El agujero ya es del tamaño de mi pecho y puedo ver lo que hay más allá. Dejo caer el martillo y regreso a la cocina. Necesito beber. Lo hago directamente del grifo y me siento en la silla apoyando los brazos en la mesa. Al otro lado no hay nada más que la muerte. Una lenta muerte en mí mismo. No me quedan salidas más que la aceptación de este hecho, en cierta forma la aceptación de la rendición es otra salida, una más cercana al fin. Por alguna razón me apetece comer, por lo que preparo un tazón de cereales y me siento de nuevo. Todo lo que tengo se termina y yo como. Mi realidad se desmorona con los crujientes acordes de la avena. Pero no puedo evitarlo, tan solo otro cucharada mientras recuerdo que una vez las cosas no se sentían así. Que no temía a mi mente. Y con el siguiente bocado las lagrimas vuelven. Todas las que estuve reteniendo en demasiado tiempo. Un llanto que no nace de esta época.

¿Qué debería hacer ahora? Sé que no saldré de aquí. Tal vez debería despedirme, tal vez por eso el apartamento me permite interaccionar con el exterior, para decir adiós. “El apartamento”, ya hablo como si tuviera capacidad de ser, si esto tan solo es una caja para mi oscuridad. No sé como despedirme, no quiero hacerlo. La cuchara se cae en el tazón por el temblor de mis manos. Y con el salpicar de la leche las últimas cuerdas que me sostenían se rompen.

Sin correr me levanto y me planto ante la ventana. Al contrario que el resto de los días esta vez si la abro y me asomo. Miro alrededor sabiendo lo que voy a encontrar, no hay más ventanas, todo lo demás en el edificio ha sido sepultado bajo ladrillos y pintura. Hace un buen día, el mundo sigue girando. No sé porque pienso en ello, como si una sola vida fuera a cambiar algo. Pero es mi vida. Intento sacar las piernas pero no se despegan del suelo, se aferran a él llevándome la contraria. Miro al final que representa el vacío. Doy la vuelta y camino hasta el final de la cocina. Mirando la ventana al fondo mis temblores desaparecen. Me limpio las lágrimas y digo adiós aunque nadie me escuche.

Corro con todas mis fuerzas hasta mi último gran paso.

Mis pies se niegan a dar el salto y chocho contra la ventana asomando el torso por esta. El golpe me corta el aire y el grito tarda unos segundos en manifestarse. Tan solo dejo de ser una persona. Golpeo todo lo que tengo a mi alrededor entre los gritos que más han dicho jamás. Sigo hasta que mi garganta duele más que mis manos y me dejo caer contra la pared.

Por favor... –Ya no me queda rabia. Tan solo todo aquello que la provoca. La innegable realidad que no he pronunciado–. Quiero ser yo de nuevo.

Sonrío sin razonar el motivo. Tan solo lo hago y se siente genial. Me levanto más liviano aunque con los mismos problemas y busco el móvil. He tomado una decisión, no porque la vida me lleve a ello, sino porque es lo que yo elijo. Plantado ante la puerta de salida busco en la agenda su número.

Hola. –Al escucharla mi vista se nubla, pero me limpio las lágrimas, no es momento para eso.

Hola.

¿Eso es lo único que vas a decirme? Tras meses sin llamar pensé que tendrías algo más.

Sé que soy imbécil. Te contaré todo, hasta aquello que no me atrevo a decir, pero ahora necesito escucharte. Por favor, ¿me cuentas tu día? –No sé si mi tono dijo más que mis palabras, o tan solo que no la merezco en mi vida, pero me responde.

Pues he despertado con la espalda reventada. Diría que tengo que cambiar el colchón, o solo es una excusa para no admitir que duermo como una mona, algún día te lo admitiré...

«Gracias», digo en mi mente para no interrumpirla. Con su voz en mi cabeza agarro el picaporte y siento la fuerza para abrirlo. Con la puerta abierta miro la decisión que he tomado. Oscuridad. Eso es lo que hay al otro lado, pero no es tan solo la simple falta de luz, es algo vivo. Una oscuridad que desea devorarme. Entro en ella.

«Y he probado el café cremoso, uno de estos que viene en polvo, sabe tan mal como el de verdad...»

La puerta a mi espalda desaparece, no porque lo vea, tan solo sé que ya no hay opción de retroceder. Sigo caminando sin rumbo. No sé si voy recto o no, intentar ver una dirección en este lugar es imposible, pero solo tengo que caminar. Seguir dando pasos.

«Resulta que hoy el vecino ha vuelto a poner música por la mañana, esa horrible con la que siempre acaba cantando...»

Se está agarrando a mí. Mientras sigo adelante la puedo sentir abrazarme, densa y pegajosa se adhiere, intenta arrebatarme lo que soy. Agarro el móvil con más fuerza y sigo caminando.

«Estuve apunto de perder el bus otra vez, de verdad, el tiempo funciona diferente cuando voy con prisas. Estoy convencida que es así, el tiempo disfruta jodiéndome...»

Me río y ella se ríe de vuelta. Noto que la oscuridad relaja su abrazo. Sigue ahí, intenta devorarme, pero ya no es tan voraz. Puedo caminar con más fluidez, no tengo que empujarla a cada paso, tan solo seguir.

Admitiendo que quiero ser yo.

Hay algo más aquí, parece una luz... ¿Tiene forma de puerta?


Diego Alonso R.


Comentarios

  1. ¡Hola, Nacimiento de escritor! formo parte de la iniciativa 'Seamos Seguidores', y ya te sigo.
    Decirte que tienes un excelente contenido.
    Te dejo el enlace de mi blog por si te apetece pasarte por él, seguirnos y comentarnos.
    Saludos desde blueshendrix.blogspot.com
    ¡Nos leemos!

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    1. ¡Gracias por tu comentario! Le echaré un ojo, un saludo.

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