Cuando Aurelio se plantó ante las puertas había llegado a su límite. Su labio inferior temblaba ante la astillada madera, el letrero del cine descansaba sobre estas, sabiendo que a nadie le importaba ya ese nombre. Hacía mucho que había pasado a tener otro, otorgado por las voces de los vecinos, el nombre que el hombre leyó aun sin estar escrito.
–La sala verde.
Siguió el camino por el callejón a la izquierda del edificio buscando el andamio destartalado de la otra vez, sin encontrarlo en esta ocasión, pasaron demasiados años para que siguiera allí. Tuvo que empujar un contenedor de basura y usarlo para alcanzar la ventana, que ahora estaba tapiada por unas tablas en el mismo estado que todo el lugar. No le costó nada quitarlas con la pata de cabra que llevaba en la mochila. Al entrar no encendió la linterna, se quedó observando las formas entre la oscuridad. Las mismas que le hicieron temblar, lograron el mismo efecto, por causas distintas. Bajó las escaleras en las que aterrizó con su furtiva entrada, las contó a cada paso, las ocho. Y al llegar encendió la luz con los ojos cerrados, necesitó unos segundos para que el recuerdo no lo golpeé, y repitió los pasos que todo el pueblo conocía.
Alcanzó la entrada y dándole la espalda observó el lugar del que tanto se hablaba. Desde que el argentino lo cerró para marcharse sin dejar rastro empezaron los rumores. Cuando una historia no está completa, la gente tienda a decir lo que quiere para rellenar los espacios. Y al igual que dependiendo de a quien preguntes, cruzarse con un gato puede dar buena o mala suerte, con el viejo cine sucedía lo mismo. La sala verde, aquella donde tantas películas se disfrutaron, podía mostrarte lo que más temías o lo que más necesitabas. En la familia de Aurelio siempre se aceptó la segunda opción. Tanto para una, como para la otra, el ritual era el mismo.
Con la linterna en la mano y un pequeño papel partido en la otra, avanzó hasta el mostrador. Al alcanzarlo notó que no era tan alto como lo recordaba.
–Buenas noches, ¿podría ponerme unas palomitas, una tableta de chocolate y un refresco de naranja? Por favor.
Nadie escuchó sus palabras además de los recuerdos. Aún así esperó paciente mirando el lugar que un día rebosó dulzura.
–Muchas gracias.
Dijo cabeceando sonriente para seguir su rumbo hacia la gran sala. La única que el cine del pueblo tenía. Su mano derecha se aferró a la manilla sin empujar para abrirla. Apoyó su cabeza en ella y apretando los ojos respiró con fuerza. Necesitaba que esto funcionara, no podía permitirse dudar, vería de nuevo a su espadachín. Tendría su respuesta. Empujó la puerta entrando en la sala. Fue contando en voz alta hasta encontrar el mismo sitio, octava fila, séptimo asiento. Se sentó en un asiento sin relleno y colocó la mochila entre sus piernas. De ella sacó una bolsa de palomitas hechas, una tableta de chocolate que rompió y echó en la bolsa, y una lata de refresco de naranja. Se acomodó lo que pudo y empezó a comer.
Al alcanzar la mitad de la bolsa paro y se acarició el labio inferior. Esa noche su labio no le escocía al comer, no estaba hinchado. Ni al tocar su mejilla derecha le dolía, o al moverse sentía el tirón en las costillas, su cuerpo estaba bien. Siguió comiendo sabiendo que a estas alturas, en cuanto el escozor del labio llegó, fue cuando la pantalla se había encendido. Cuando el barco llenó la imagen hasta romperla, cruzando hasta navegar sobre las butacas, avanzando entre la inundada habitación. No había diferencia entre las olas y las filas, y el pequeño Aurelio no sintió miedo, tan solo comió otra palomita entendiendo que debía disfrutar la película. El joven espadachín miraba emocionado la isla a la que al fin estaba llegando. El lugar donde los héroes que seguía habían empezado su historia. Estaba lejos de ellos, no era más que un joven con una espada sin filo, un pantalón rojo chillón, y algo en su corazón esperando el momento.
No tardó en encontrar el hostal donde le dieron la cama a cambio de trabajar durante su estancia. Fue directo al lugar de las pruebas a caballero, por el camino saludaba a todo el mundo con una sonrisa que los demás no podían evitar devolver, y el joven espectador tampoco pudo evitarlo. Al alcanzar el lugar se inscribió e hizo el pago que había ahorrado durante el último año. La primera de tres pruebas empezaría dentro de una semana. La cual pasó trabajando en la taberna del hostal, limpiando lo que los borrachos ensuciaban, sirviendo cuando en las noches se llenaba, sonriendo cuando lo miraban desde arriba. Hasta que el día llegó y la plaza se llenó de aspirantes. Había más espadas que butacas, pero al espectador le daba igual, solo podía mirar al joven espadachín ante él. Sentía el retumbar de su corazón bajo el pecho, el temblar de su labio antes de sonreír, la extraña certeza de que lo lograría. Llegaron los caballeros haciendo que todos girasen sus cuellos, el orgullo del reino estaba presente, y explicaron la primera prueba. Era algo sencillo, cada participante sacaría un collar de un saco y se lo pondría. Los había con forma de espada o de escudo. De los segundos tan solo había veinte, y dentro de una hora, solo los que volvieran a la plaza con un collar de escudo pasarían la prueba. El joven espadachín portaba un escudo colgado de su cuello, y con su pantalón rojo, era una diana para todas las miradas. El semblante de Aurelio mostraba todo el miedo que el espadachín ocultaba, tan solo mostraba una sonrisa, que al sonar la señal de inicio se convirtió en una carcajada mientras corría fuera de la plaza.
Una horda de aspirantes le pisaba los talones y el joven espectador se retorcía en el asiento diciéndole que corriese. No lograban alcanzarlo incluso aunque se quedaran a un palmo de él, tan solo escuchaban una fuerte risa que les dejaba atrás, pero sin conseguir deshacerse del todo de ellos ya que era como perseguir un faro; no podían perderlo de vista. Hasta que giró otra esquina entrando en el mercado de la ciudad. Corriendo entre la gente, sobre los puestos, y silenciando sus nervios los perdió de vista. Oculto tras un puesto de alfombras observaba el desastre. Los portadores de las espadas revisaban con brutal desesperación todo el mercado. Estaban generando un desastre, pero nadie les plantaba cara, su ropa mostraba que no eran del mismo nivel. Por lo que tan solo agachaban el rostro mientras esperaban que todo pasase. El joven negaba con la cabeza sabiendo lo que el espadachín estaba pensando, ante la atónita mirada del mercado se subió sobre el puesto de alfombra y con descaro les gritó: «¡Estoy aquí! ¿Sois tan inútiles que entre tantos no podéis atraparme?». Para acto seguido salir corriendo fuera del mercado con una furiosa tropa tras su espalda.
Al terminar la hora se dejó caer sobre el suelo de la plaza. Estaba bañado en sudor, con una satisfecha expresión llenando su cara, y el escudo colgado de su cuello. Esa noche el joven regresó tarde a la taberna, y al entrar una ovación le recibió. Todos sabían lo que había sucedido esa tarde, el rumor del «Chico de Rojo» se extendió por la isla, había insultado a los aspirantes a caballero, para luego derrotarlos en la prueba, y regresas al mercado para ayudar a arreglar los desperfectos durante el resto del día. Su único espectador aplaudía orgulloso del espadachín, escuchaba como el inicio de un nuevo héroe se podía estar formando, disfrutaba con verle reír avergonzado. A la próxima semana fue la segunda prueba, y gran parte de la isla estaba en la plaza para verla. Era la más popular de todas las pruebas: los duelos de espada. Para entonces los caballeros sabían quien era el Chico de Rojo y habían decidido los aspirantes que se enfrentarían a él. El espectador comía las palomitas olvidando el escozor de su labio, rodeado de los nuevos espectadores, aplaudiendo como todos cuando el espadachín derrotó al primer rival. Poniéndose en pie cuando derrotó al segundo. Y gritando dejándose la voz cuando derrotó al tercero. Habían puesto ante él a tres aspirantes mayores, más grandes, y que cometían el mismo error; pensar que el espadachín no era tan capaz como ellos.
Para entonces todo el mundo sabía que la siguiente semana tendrían un «Caballero de Rojo». Porque la tercera prueba era la más sencilla, que se presentase alguien a quien hubieras ayudado para apoyarte. Un simple trámite para mostrar que eras un caballero de corazón. Que a nadie le importaba, porque era bien sabido que los aspirantes ya tenían a gente reservada para ello. Pero no el espadachín, desde su llegada había estado ayudando a todo aquel que podía, y ni siquiera sabía cuál era la tercera prueba. La semana pasó con más murmullos de los que se podían escuchar en los últimos años hasta que llegó la mañana del día elegido.
Tres caballeros llegaron a la taberna. Estaba alborotada con todas las voces desayunando antes de empezar el trabajo, pero el silencio se formó al instante en cuanto uno de los caballeros tiró la comida de una mesa al suelo. El hombre sentado ahí con su familia no quiso levantarse para cederles el lugar y ese fue el inicio de su castigo. Todos los presentes vieron como el hombre se levantaba para recoger el desastre, como era derribado por los caballeros y pisoteado por no saber su lugar. La familia cedió la mesa apartando la mirada, los clientes mantuvieron silencio. Y solo Aurelio les gritaba que se detuvieran sin que le pudieran escuchar. Hasta que el Chico de Rojo saltó sobre la mesa para derribar a uno de los caballeros. Los presentes estuvieron apunto de corear cuando derribó al segundo, pero se frenaron al ver como el tercero lo golpeaba por detrás derribándolo. Ocupó el lugar del padre, aunque el espadachín luchaba, seguía levantándose y recibiendo más hasta caer. La familia pudo marcharse sin represalias mientras el espadachín lo pagaba con su carne. El joven espectador gritaba desesperado a todos los que le rodeaban; que entre todos eran más, que podían pararlos, que le ayudasen. Pero nadie hizo nada.
Esa mañana dejaron las cosas claras. Nadie se presentó para darle su apoyo por la tarde y no fue nombrado caballero. A la noche el tabernero no le llamó para trabajar. Durante la noche las lágrimas cayeron por el rostro de ambos, espectador y espadachín, escociéndoles de la misma forma en sus heridas. El dolor se colaba entre los sollozos, se acurrucaba entre sus entrañas, intentaba que su esencia cambiara. Hasta que llegó la siguiente mañana, y ante la mirada de su confuso espectador, el espadachín bajó a la taberna a trabajar como siempre. Su sonrisa se veía diferente con el labio hinchado, esta vez no contagiaba a los demás de la misma forma, los golpeaba más adentro. Al terminar allí salió como siempre, con sus pantalones rojos, a ayudar a todos los que pudo. Y al día siguiente hizo lo mismo. Y al siguiente. Durante un año no se detuvo.
Cada fin de semana trabajaba en la taberna para costearse la habitación, el resto de las mañanas lo hacía en el puerto para ahorrar, y cada día seguía ayudando. Hasta en la ocasión más sencilla, en las que ningún héroe se fijaría, no se detuvo. Y en todo el proceso Aurelio no dejó de llorar, porque era el único que comprendía su razón, tan solo lo hacía porque no pensaba dejar de ser él mismo. Su esencia no cambiaría, se negaba a ello, aunque no fuera sencillo.
Terminó pasando un año y las pruebas regresaron. Toda la isla estaba expectante del Chico de Rojo, sabían que se había presentado de nuevo. Y de nuevo superó las dos primeras pruebas, sin importar las zancadillas de los demás aspirantes. De nuevo dejaron las cosas claras la mañana previa, aunque esta vez no hubo resistencia por su parte, y llegó la hora de la última prueba. Donde había tanta gente llenando la plaza que Aurelio apenas podría moverse de querer hacerlo. Pero nadie se movía, todos tenían su mirada puesta en el que sería el Caballero de Rojo. Si no fuera, porque con la sonrisa más amplia que había mostrado en el último año, el espadachín renunció al título de caballero. La risa del joven espectador casi podía tapar las voces de todos los demás mientras la película se terminaba.
Aurelio se quedó dormido recordando ese final. Al despertar la linterna estaba tirada en el suelo, al lado de la bolsa de palomitas vacía. Al recogerla por error se deslumbró, sacando de la sombra su expresión de decepción, necesitaba ver a su espadachín de nuevo y no había aparecido, no obtuvo más que recuerdos de la primera visita. Recogió todo y se fue despacio. Cerro la puerta de la sala verde y recorrió el cine hasta la ventana. Salió sin dificultad y se alejó sin mirar atrás. Tal vez si lo hiciera vería al ahora Hombre de Rojo despedirse bajo el cartel del cine, pero no miró atrás, aunque todavía no lo entendía no necesitaba hacerlo.
Diego Alonso Rubal
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