Tomates y bocas

 


No quería que terminase el día, porque entonces empezaría otro igual. Lo cual no es cierto del todo, siempre hay alguna cosa diferente, pero lo que importa es como se siente. Y lo que sentía ese día era que no quería llegar a casa, aunque estaba agotado del trabajo, compre una ración de empanada en el supermercado y caminé sin rumbo hasta decidir donde comería.

En ningún momento tomé la decisión consciente, tan solo me cansé de caminar y cuando me di cuenta estaba comiendo en un banco. Tras la acera de enfrente había varios pequeños terrenos, y otros no tan pequeños juntos, plantados de diferentes maneras, casi podrías adivinar como eran sus dueños por como los cuidaban. A la izquierda del todo había uno en un estado deplorable, lleno de maleza y restos de ladrillos y basura. Dejé la empanada a medias en el banco para acercarme a ver lo que ponía en un cartel a su borde, era un cartel de “se alquila” con un número de teléfono que marqué sin plantearlo, y regresé al banco con un terreno alquilado. El resto de la comida me supo mejor.

Tardé tres días hasta que formalicé el alquiler y pude ir al terreno. Viéndolo con más luz era un desastre absoluto, pero ahora era mi desastre. Cada día tras el trabajo me pasaba un rato, limpiaba lo que podía, y regresaba a casa a cenar y descansar. Al llegar el fin de semana me levantaba pronto para hacer un trabajo intensivo. Recoger todos los ladrillos, piedras y algunos restos de obra que no sé como llegaron allí. Cortar toda la maleza, arreglas las vayas que limitaban el perímetro. Y tras dos semanas de trabajos continuos ya tenía mi parcela arreglada. Construida con un dolor de espalda y mañanas en las que despertaba mejor.

En ese momento tuve que decidir lo que haría con el terreno, ni me había planteado porque estaba haciendo todo aquello, creo que tan solo salté por impulso ante la opción de un cambio. Ahora tocaba tomar una decisión, y decidí que plantaría algo, sería parte del buen ambiente que genera pasar por allí caminando. ¿Qué plantaría? Pues lo ideal sería algo que se cuidase solo, porque yo no sé como hacerlo, por lo que fui a una tienda de agricultura cerca del pueblo. Salí de ella con suficientes plantones de tomate y productos hasta que llené el maletero y los asientos traseros. Esa misma tarde pasé algunas de las horas más alegres en casa desde un tiempo que no recuerdo. Tan solo me bebí café mientras buscaba por internet como plantar y cuidar los que serían mis tomates. Fue una pequeña tarde de esperanza que completé al día siguiente. Dejé mi plantación tan cuidada como fui capaz, calculando sesenta centímetros entre plantones, la cantidad de tallo bajo tierra igualada entre todas, una palo fino en cada una para que pueda crecer a su alrededor, una buena cantidad de abono, ochenta centímetros entre hileras para poder pasar sin dañarlas... Y una buena comida mirando orgulloso el resultado.

Se hizo mi rutina pasar por el terreno tras cada turno. Regar la plantación, revisar que estuviera bien, abonarla, cuidados anti-parásitos. Todo lo necesario para que mis tomates crecieran. Antes de darme de cuenta me había hecho uno más con mis vecinos de terreno. Nos pasamos un buen rato hablando en cada encuentro. Aprendí que Amara, la vecina bajo mi parcela, le encantan los pepitos de crema y suelo llevarle uno los miércoles sabiendo que siempre está. Que Jorge, el vecino arriba de mi parcela, siempre habla muy despacio y que trae a su perro Rufos que no hace más que tirarse a dormir la siesta. O que Aurelio, el vecino al lado de mi parcela, es insoportable para todos. En su parcela solo planta flores, que trata mejor que a las personas, en especial a sus rosas perfectas y horrendas; reflejan bastante a su cuidador. Antes de darme cuenta tenía tomates caseros. Eran demasiados para mí, así que repartí con vecinos de agricultura y amigos cercanos. Además de aprender todas las recetas posibles que pudiera contenerlos como ingrediente.

El primer gran cambio llegó un jueves. Fui a mi plantación y durante los cuidados de las plantas noté que una era diferente. Los tomates que todavía no estaban para ser recogidos parecían normales, pero sus hojas era redondeadas, como una pelota aplastada y aterciopeladas. Una búsqueda en internet no me ayudó a aclarar que pasaba con esa planta, lo normal es que se me hubiera colado una variedad diferente de tomatera, pero era raro que hasta ahora no se hubiera diferido de las demás. Al pasar un par de semanas hice otra recogida de tomates, y separé los suyos en otra bolsa, aunque parecieran iguales.

Esa misma noche me los comí, tenía ganas de hacerlo desde que noté la diferencia. Al cortarlos no había nada distintivo, y el sabor era similar, tal vez algo más dulces aunque no tengo un gran paladar, pero con un efecto que no enlacé a ellos hasta más adelante. Esa noche me dormí sin problemas. Era algo habitual desde hace un par de años que la hora de dormir fuera una guerra casi a diario. Más dura en unas temporadas que en otras, pero una guerra al fin de cuentas, excepto con los tomates del terciopelo en sus hojas. Fue la quinta vez que los comí que sospeché del patrón, la séptima vez lo confirmé. Me dieron la calma ante los ruidos de mi mente, y cuando otra tomatera presentó diferencias no me preocupé, si no que esperé con emoción.

La segunda fue una diferencia bastante más clara, no tenía hojas, tan solo un montón de tomates diminutos. Cuando probé estos necesité varios tragos de agua para calmar el picor, eran como japaleños redondos. Me hice una salsa picante que encantó a mis amigos. Para cuando llegó el tercer cambio empecé a asustarme, no era normal. No es que se hubieran colado plantones diferentes en medio como supuse al inicio, es que las tomateras cambiaban. Lo que hoy era una planta común, en un tiempo pasaba a no serlo, pero era emocionante y la curiosidad ganaba al miedo de lo extraño. Además, el tercer cambió fue el mejor. Los tomates eran azules, para que me diera cuenta rápido que había una nueva clase. Pero esta no llegué a descubrir su sabor, porque una mañana de un fin de semana encontré a un pequeño perro comiéndolos. Era gris, estaba sucio, y no dejó ni uno sin comer. También era manso y bastante cariñoso. Me asusté del efecto que pudieran tener en él, además que atraerlo, así que lo llevé al veterinario y le expliqué que comió una planta que no sabía si era tóxica. El perro estaba bien, tan solo lleno de tomate. Así conocí a mi pequeño Marco.

Intenté salvar algunas semillas de los tomates azules y los planté en una maceta en casa. Desde entonces a la parcela me acompañaba mi perro, que pronto se hizo amigo de Rufos. Y los cambios siguieron, hasta que mis vecinos de agricultura notaron que mi parcela empezaba a ser extraña, pero no supusieron nada raro, tan solo que el amante de los tomates empezó a probar todo tipo de variantes. Yo tampoco les expliqué que las variantes aparecían solas. Aunque sí repartí algunos entre ellos, de los pequeños picantes, de los alargados que calmaban el dolor de cabeza, de los amargos que te permitían ver a los que ya no están, de los anaranjados que sabían a dulce de leche, eran de los más populares. Aunque jamás les explicaba los efectos, tan solo escuchaba cuando me lo comentaban, era mi forma de asegurarme que no estaba loco. El único que no probó los tomates fue Aurelio, y no porque no se los ofreciera. Lo intenté con los naranjas, con los que parecían melocotones y te hacían reír, y con los de hoja aterciopeladas por si era la falta de descanso lo que alimentaba su mal humor. Pero se negó en todas las ocasiones siendo lo más desagradable que pudo en cada una de ellas. Así que acepté que su maldad y mal humor era algo propio y seguí con mi vida.

Las semillas de la maceta dieron fruto, un solo fruto, un tomate redondo y azulado nació como si fuera otra planta diferente a un tomate. Pensé en dársela a Marco, pero cambié de opinión al ver que este se movía, fue un giro lento hacia la ventana, pero sé que los otros azules no lo hacían. Así que lo dejé en un lugar más cercano a la ventana y esperé a ver que era esta variante. A esas alturas de mi aventura casera empecé un libro de agricultura. Aunque en realidad era una libreta donde anotaba las variantes. Primero las que habían nacido antes de empezar a anotarlo, puede que la memoria me fallara en alguna pero intenté ser exacto, y luego todas las siguientes tras ese momento. Anotaba el orden de aparición, las diferencias con una tomatera normal, el sabor, el efecto en caso de tenerlo, y hasta cuando salían. Porque no todas las variantes duraban lo mismo, en muchos casos eran solo una planta en una sola ocasión, en otras como las de hojas aterciopeladas se mantenían. Y los tomates normales, nunca dejaron de aparecer, y lo agradecí. Era genial tener nuevos, pero echaría de menos no tener mis tomates comunes, rojizos y sabrosos.

No fue hasta pasar varios meses que me di cuenta de un cambio importante, no fue en el terreno o en la maceta de casa, que también hubo cambios que ahora diré, pero el importante lo noté en que no me importaba que el día terminase. En cuanto a la maceta, el tomate azul ya no crecía más allá del tamaño medio, el problema es que se me movía en su maceta, hasta usaba un par de hojas como si fueran manos. Le gustaban los concursos, lo sé porque aplaudía cuando los ponía, y una boca empezó a formarse en él. En cambio en el terreno, una tomatera estaba preocupándome. Hasta entonces ningún tomate parecía llamar la atención demasiado, por alguna razón todo el mundo aceptaba sus rarezas como algo natural. Pero esta tomatera estaba creciendo, empecé a preocuparme cuando medía dos metros, porque solo tenía un tomate, estaba en proporción. Y una boca también se estaba formando en él.

Cuando el pequeño azulado abrió la boca por primera vez me llevé un susto. Estábamos viendo Atrapa un millón cuando de pronto escuché una voz a mi derecha, sus primeras palabras fueron un “Oye, ¿algo dulce no tendrás?”, Marco se llevó el mismo susto que yo. Por suerte sí tenía algo de chocolate. Esa misma semana la gran tomatera duplicó el tamaño de las otras, su único tomate era tan grande como yo. Y creo que devoró las flores de Aurelio. ¿Por qué lo pienso? Porque no es que estuvieran destruidas, si no que habían desaparecido, y un rastro de pétalos llegaba hasta delante de la tomatera. Se había formado su boca y la mantenía cerrada, fue la conclusión a la que llegué. Aprovechando que tras el turno no solía a ver mucha gente, hice limpieza del rastro, luego el cuidado de siempre y me fui. Confieso que antes de irme le di una palmadita al gran tomate y sonreí mirando el lugar vacío donde antes había rosas.

Y una noche llegó el gran problema.

Estaba cantando a coro con azulado mientras hacía la cena, había pillado la costumbre de mover su maceta por la casa, y resulta que le gustaba la misma música que a mí. Le dejé cantando solo el estribillo cuando Marco entró en la cocina, siempre se mantenía cerca de su amigo tomate, y mientras le daba algo de premio por ser un buen perro escuché el grito. Azulado estaba temblando, y puedo decir una cosa, ver a un tomate temblar no es gracioso. Es como si ves a alguien temblar y parece que va a derretirse en ese mismo momento.

“Tenemos que encontrarlo”

Fueron sus palabras antes de que saliéramos de casa. Seguía por confianza sus indicaciones ignorando que no tenía ojos. Antes de girar la última esquina supe que habíamos llegando porque escuché el rugido. Era como si un monstruo de otro tiempo hubiera despertado en el nuestro. Y al girar encontré a la gran tomatera luchando contra un coche. Había crecido incluso más, la boca se abría partiendo el tomate que superaba el tamaño de un elefante, y los dientes que portaba atacaron al coche destruyéndolo hasta que la alarma de este dejó de sonar. Mis piernas temblaron tanto que pensé que también me iba a derretir. La gran tomatera puso su atención en nosotros, lo cual me quedó claro en cuanto se puso a correr entre rugidos. Jamás pensé que una planta sería tan rápida, si dejase de correr con todo me alcanzaría al instante. Y en plena huida azulado me explicó lo que sucedía, y es que la tomatera se había perdido, tan solo estaba asustada, quería regresas al hogar. Por lo que corrí en dirección a la pequeña parcela.

Estábamos cerca de lograrlo, no más de tres calles, pero mi torpeza me jugó una mala pasada. Tropecé cayendo contra el suelo, logré proteger la maceta girando sobre mi espalda, pero la tomatera nos alcanzó. Pensé que hasta ahí había llegado, pero azulado logró sorprenderme de nuevo. Le soltó una hostia a la tomatera con su pequeña hoja, haciendo que la gigante se frenase en seco. La monstruosa planta estaba tan sorprendida como yo. Escuchó la bronca sin soltar un solo rugido, azulado parecía bastante molesto con que intentara comerme. “No haces daño a quien te cuida” fue la última frase antes de que la tomatera bajase la mirada y me ayudase a ponerme en pie. Nos acompañó hasta la parcela en calma, y al ver su lugar en la hilera saltó directa hundiendo sus raíces, colocando la tierra contra ella con sus hojas. Después de darle un abrazo se quedó dormida y regresamos a casa.

A la mañana siguiente todas las tomateras habían vuelto a la normalidad. Mis vecinos de agricultura sentenciaron que ya no plantaba más variantes porque el tomate clásico era mi favorito. Aunque mi tomate favorito es azulado, el cual no llegó a irse, de hecho ahora está durmiendo la siesta con Marco. Todavía conservo mi libro de agricultura y no he dejado la plantación de tomates, porque puede que ahora sean comunes, que ya solo sea una rutina sin aventura aparente. Pero ahora estoy bien cuando el día termina, porque sé que vendrá otro, y me siento feliz con ello.


Diego Alonso R.


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