El tiempo a su favor

 


El tiempo desgasta hasta a la suerte. Todo tercer día de cada tres meses debe proteger el árbol. Es algo que tiene claro, una rutina que no debe ser alterada, pero que corre peligro por el desgaste. Porque la edad la hizo más lenta, porque al final un día las cosas saldrían mal, porque el tiempo está haciendo su función tan bien como la anciana todos estos años.

Aún con todo está de camino y con el paso prieto. Aprovechando que la luna está llena y el cielo despejado para evitar usar la linterna. Revisando que lleva todo en la mochila y recitando los pasos a seguir como un creyente el padre nuestro. Al divisar el sauce llorón en la cima del paso mira el reloj y sube el ritmo. Puede que esté a tiempo, que este no sea el año donde se vuelva a fallar.

Se frena a cinco metros de él y espera mirando a su alrededor, no hay sonido alguno, ni tan siquiera un mísero olor, la prueba de que está empezando.

«Primer paso: cuatro nudos».

Dice al aire para obligar al cuerpo a ignorar el impulso de correr monte abajo. Saca de la mochila una cuerda con los metros suficientes y rodea al árbol, haciendo un nudo en cada esquina, formando así un irregular cuadrado alrededor del árbol. Una atadura por cada pisada.

Estira la espalda dolorida por el frío de la noche y cruza sobre la cuerda acercándose al llorón. Pone la mano sobre la corteza y por un instante nota los años sobre su cuerpo. El peso de cada lágrima derramada, de cada momento de sudor amado, el temblor de las rodillas al saber lo que descansa sobre su cabeza. Se niega a mirar y de la mochila saca una foto.

«Segundo paso: un recuerdo».

Pronuncia en un susurro a la vez que clava la foto al árbol con una chincheta. El hombre en esta le sonríe de nuevo aunque ya no esté, la abraza sin cuerpo como si nada malo pudiera pasar, espera impasible como última barrera. Y por un momento esa lejana sonrisa casi evita que escuche el sonido sobre ella. El único que escuchará ahí, como unos dados al rebotar, decidiendo la suerte del pueblo otra vez. Sus rodillas ceden cuando las hojas empiezan a moverse sin viento alguno. Ella ya no debería estar ahí.

«Tercer paso: manzanilla».

Repite varias veces como mensaje a sus manos de que dejen de temblar y agarren el termo. Bebe un trago de esta deseando que parte de la suerte le ayude a cruzar la cuerda. Y como hacía tiempo que no erraba, abre los ojos mientras la infusión recorre su garganta. La imagen rompe el recuerdo. En un intento desesperado de cordura había olvidado los detalles, soterrado el silencioso traqueteo de su avance, aceptado que existía sin mencionar el hecho. La horrenda criatura que habita el sauce llorón desde antes que el pueblo se levantase. La mezcla entre araña y cadáver que el terror había aceptado como forma en ese lugar.

La mira con todas sus caras mientras la reconoce bajo sus arrugas. Era la segunda vez que el ser veía a la mujer, la primera fruto de la valentía de la inmadurez, esta del paso del tiempo. La anciana olvida su edad y sale corriendo. Con el termo abierto vierte el último ingrediente de su prisión y logra cruzar la cuerda. Se detiene en ese instante sin darse la vuelta. Sabe que tras ella está el cuerpo del miedo, mirándola, incapaz de hacer ruido tras su despertar. Esperando que el próximo año el tiempo siga haciendo su trabajo, sabiendo que está de su parte, porque al final solo quedará el silencio y el ser que lo habita.


Diego Alonso R.


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