El olor a óxido y meados lo obligan a detenerse, apoyarse en la pared, y contener la clase de arcada que no quería volver a sentir. Pero una nueva historia vuelve a empezar, todavía sin saber si será de aquellas que le robaran el sueño, o de las que terminan antes de alcanzar un título en sus recuerdos. Que los compañeros caminen mirando al suelo no es un buen comienzo. Cruza el pasillo por la derecha, siguiendo el carril de los que se adentran en la cueva del lobo. Y si no fuera por el olor que se mastica sería como cualquier otro piso de hace treinta años. Cuando cruza el umbral del que debería ser el salón, la realidad que le había advertido llega golpeándole con el dorso de la mano.
No hay muebles ni decoración. Las paredes fueron pintadas de negro. En la tarima flotante se mezcla la pintura roja y la sangre formando un triángulo. Y en su centro una antigua bañera guarda el cuerpo de la mujer.
Las personas recorren la escena del crimen haciendo fotos y marcando las pruebas. Y pese a que esto podría alejarlo de la pintura ante él, para el inspector genera el efecto opuesto, confirma que lo que está a punto de suceder será real. Es interceptado antes de alcanzar la bañera por su compañera, que acompañada por el médico forense, le cuenta lo que saben hasta ahora. Aunque apenas logra escucharla o entender algo de lo que está diciendo, porque su mente sigue fija en la bañera aunque no la esté mirando. Ve el cuerpo de la joven hundido en el agua rojiza y la mirada sin de ojos que le grita una advertencia.
Los latidos le resuenan embotellados, el sudor le resbala por el cuello y, antes de poder pensar ya está moviéndose. Abandona a sus interlocutores para alcanzar al ayudante del forense. Y sin quitarse la chaqueta se pone uno de los largos guantes que le alcanza casi hasta el codo. Se planta ante la bañera ignorando que la imagen de su cabeza concuerda con la realidad. Y sin procesar lo que hace hunde la mano en el agua, hurga bajo la cabeza de la víctima ante el sobresalto de todos y, antes de que lo detengan, saca un pequeño trozo de papel plastificado como respuesta.
No es capaz de responder las preguntas de su compañera sobre cómo lo sabía, porque ni siquiera ha llegado a escucharlas todavía, su mundo sigue embotellado ante las cuerdas que lo llevaron a la nota.
«La diferencia entre un dios y un monstruo es que el primero miente mejor. Pero yo no miento nunca, así que empezaré mi historia con una verdad, esto acabará mal».
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