Daniel Lonosa tiene su propia historia, y aunque no diré el final de esta, si puedo decir que el acontecimiento que le dio inicio, la escena justo antes del título, la vivió con cuatro años.
Es un hombre de familia, aunque por aquella el termino más correcto sería, un niño de familia. Un número elevado de uniones de sangre y políticas lo rodeaban y ocupaban su tiempo, y le gustaba. Iban todos los fines de semana a visitar a sus abuelos, vivían en una casa pequeña y acogedora, la que uno imaginaría para una pareja de ancianos. Ahí solía reunirse la familia y hacer grandes comilonas que duraban demasiadas horas. Era el epicentro de su línea de sangre. Pasaba horas jugando con sus primos y escuchando las historias de sus tíos, pero lo que más disfrutaba era el tiempo con su abuela. Y esta pasaba gran parte de su propio tiempo en la cocina, porque adoraba ese lugar, decía que sus platos eran arte; y tenía razón. Así fue como Daniel pilló su gusto por la cocina, de manos de una apasionada veterana. Pero a veces la anciana pasaba su tiempo en la cama, porque la edad no perdona y la enfermedad es muy paciente. Y cuando el niño llegó con sus padres fue directo a la cocina, allí encontró a varias personas, pero no a su abuela; así que fue a buscarla.
Subió las escaleras decidido y cruzó el pasillo hasta la puerta de la habitación. La abrió despacio por si estaba dormida y entró. La persiana estaba medio bajada, en la televisión se veía la imagen de una galaxia sin sonido, y la abuela estaba tendida en la cama. Daniel la rodeó para subirse por el otro lado y pilló el mando, quiso subir el volumen pero no consiguió otorgar sonido a la galaxia, así que lo dejó para despertarla. El primer intento fue suave, nada más que un “soy yo abuela” en el oído. Como pasaba cuando estaba muy profunda, no surgió efecto, así que hizo el segundo paso; darle un par de besos en su mejilla. No funcionó, pero ese no es el punto importante, algo fue distinto. Fue al besar su mejilla que notó la diferencia a la que provino el miedo. Abandonando las sutilezas la movió y llamó por su nombre varias veces, cada vez con más fuerza, y en todas la respuesta era la misma; ninguna. Fue al apoyar su cabeza sobre el pecho de la abuela, al notar la falta de sus latidos, que la mente del niño lo entendió.
Estaba muerta.
Tras eso no vino el gran grito que advierte a los adultos del problema, no vino nada de hecho. Lo encontró su madre a los pocos minutos, tendido al lado del cuerpo, llorando en un espantoso silencio. Sin duda fue un momento duro, la pérdida de los abuelos suele ser el primer contacto con la muerte, más si sucede de este modo. Pero sin saberlo, sin que nadie fuera consciente, ni tan siquiera el propio Daniel, la semilla de su historia estaba plantada.
En los siguientes años creció sin muchos problemas más allá de los corrientes en cualquier vida. Se convirtió en un chico promedio y en general feliz. Y desarrolló una pasión única por la cocina, al inicio solo lo hacía para sentirse cerca de su abuela, pero al final llegó a amarlo de verdad. Durante años, cada día tras volver de la escuela, se ponía a cocinar y aprender más sobre el tema. Con tan solo diez años, ya hacía platos que sus padres no podrían distinguir de los servidos en un restaurante. Era algo para lo que de verdad tenía talento, o tal vez no, puede que no hubiera talento en sus manos; solo una enorme pasión y muchas horas desde su infancia, pero era bueno. Y así, con calma y a otras cosas, llegó a sus quince años. El momento del segundo gran suceso.
Volvía a casa tras el instituto. No estaba pensando en qué iba a cocinar en dicha ocasión, eso lo tenía más que seguro, iba pensando en una compañera de clase. Ya estaba en la edad en la que la lascividad ocupa una parte importante de su mente. Iba con el móvil en la mano, pensando si llamarla o no, en qué palabras decir si escuchaba su voz. Y el golpe lo lanzó varios metros hasta caer contra el suelo. Un hombre entrando en la franja donde empiezan a referirse a él como “hombre mayor”, el cual además había bebido demasiado vino a la comida, no fue capaz de controlar su coche ni su cuerpo; y a causa del susto pisó el acelerador en lugar del freno. Golpeó a Daniel hasta que aterrizó un tramo más adelante. El dolor que este sintió fue importante, pero mucho menos del que debería haber sentido con sus heridas, el golpe en la cabeza hizo de anestesia. Y mientras perdía la consciencia no lo vio, a un par de metros de él, con la pantalla rota, estaba su móvil. Y en él se mostraba otro tramo del universo esperando silencioso.
La recuperación fue lenta pero exitosa, menos por un punto, uno que impuso algo vital en su vida. Su mano derecha, junto con el resto del brazo, quedó destrozada. Se sometió a siete operaciones hasta conseguir el mejor resultado que se puede con la medicina actual; pero no volvió a ser lo de antes. Fueron sinceros con él, jamás recuperarás toda la sensibilidad ni la movilidad por completo. Tenía su brazo, pero en cierta forma sentía que era el de otro, uno mas tosco y torpe. Fue en esa época cuando descubrió algo: amaba cocinar. Puede que su pasión por la cocina fuera obvia para él y los demás, pero lo suyo no era solo pasión, era un amor verdadero. No por el hecho de sentir a un familiar más cerca con ello, eso no fue más que el inicio en un mundo dispuesto a acogerlo. Era tan sencillo como lo siguiente: el simple hecho de hablar sobre la cocina hace que sus ojos brillen. Y fue consciente de ello por el camino más duro, al ver que perdería esa capacidad. Con su extremidad actual jamás llegaría a ser un gran cocinero, sí podría hacer alguna cosa en su casa, y ni siquiera así podría ser algo muy elaborado.
Pero si algo tiene Daniel Lonosa, es que es un maldito cabezota. Trabajó en la rehabilitación cada día hasta estar apunto de desfallecer, incluso le pasó varias veces, pero incluso con todo ese trabajo tenía algo claro: jamás llegaría a estar perfecto. Eso lo entendía bien y lo aceptaba, no hacía una rehabilitación tan dura para volver a la normalidad, solo pretendía acercarse lo máximo posible a ella. Y cada día, en su casa, se forzaba a cocinar. No, eso no era solo cocinar, era investigar. Buscaba formas diferentes de usar los utensilios, adaptar la elaboración de las recetas, reinventaba la cocina alrededor de su nueva mano. No fue un éxito inmediato, ¡ni de lejos! Tardó años y gritos, pero lo importante es que lo consiguió. Y al lograrlo fue capaz de exteriorizar lo que sería su sueño desde entonces: quería tener su propio restaurante.
Tras muchas horas investigando y haciendo números llegó a una conclusión, necesitaría treinta y cinco mil euros para montar su restaurante. Pero no era más que un joven de veinte años que trabajaba en un restaurante del pueblo, así que de forma inmediata el banco le dijo adiós. Por supuesto que eso no le hizo cambiar de idea, tiene un sueño, y no piensa renunciar a él. Así que aceptó tener un avance más lento, bien es cierto que con un sueldo de obrero tardaría demasiado en obtener semejante cantidad (si algún día lo lograba), pero estaba dispuesto a esperar. Además, puede que en un futuro consiguiera un trabajo mejor, o tal vez el banco terminara por cederle el crédito, pero por ahora ahorraría. Y estuvo ahorrando durante cinco años; hasta que la sorpresa llegó sobre él.
Una noche de un mes que no importa, llegó tarde a casa del trabajo. Estaba tan agotado que se durmió sin tan siquiera desvestirse, y no fue capaz de despertarse hasta que fue demasiado tarde. Fue tosiendo como regresó a este lado del mundo. El humo, negro y espeso, inundaba la habitación. Salió cubriéndose el rostro con el brazo, y pudo ver que la negrura también invadía la casa, en conjunto con las llamas. Gritó por sus padres sin conseguir respuesta. Cruzó la casa sin temor alguno a las llamas, ignorando las lágrimas, el humo de su garganta, la muerte que lo rodeaba... Hasta que al fin alcanzó la cocina, que por su estado parecía el origen del incendio. Fue ahí cuando encontró los cuerpos de sus padres todavía ardiendo. Y sobre ellos, en la televisión, la escena de una bella galaxia.
El silencio lo invadió todo.
Devoró su mundo hasta no dejar nada. Ni tan siquiera le permitía escuchar sus propios pensamientos. Fue capaz de dejar de escuchar los gritos que profirió hasta vaciarse. Todo quedó en silencio, como la bella galaxia.
Apunto estuvo de volverse loco. Tardó mucho tiempo en intentar ser él de nuevo, o aceptar la nueva versión que llegaría tras pasar por eso, tardó mucho tiempo. Y durante cada noche soñaba con las llamas, unas llamas que lograban crepitar en silencio, que devoraban su mundo. Pero lo más curioso de todo es que no lloró, lo sacaron de la casa entre gritos y llantos, pero desde esa no derramo una lágrima. Ni siquiera cocinaba. Había cambiado de trabajo y contrató una empresa que le llevaba la comida a diario. Pero una noche tenía hambre, y decidió adentrarse en la cocina en busca de algo para picar, pero no encontró nada.
Sin darse cuenta de nada empezó a coger todo lo necesario para cocinar, estaba echando agua en la olla cuando se dio de cuenta, y apunto estuvo de salir corriendo de allí. Pero se plantó, durante cinco minutos no hizo nada, y luego empezó a cocinar. Puso el agua a calentar y con una habilidad que su cuerpo no había olvidado, empezó a cortar los tomates... Antes de que el agua hirviera estaba llorando. Al inicio de forma suave y callada, pero abrió una puerta que no era capaz de controlar, y terminó desbordando. Liberó la oscuridad que le impedía escucharse de verdad, y ese sencillo plato de pasta, le devolvió la esperanza que otorga una vida con sueños.
No estaba perfecto, por supuesto que no, pero había empezado a curarse de verdad. Y con ello regresó a las andadas tras el sueño de su restaurante, al cual decidió llamar: El sabor del ruido.
Y tras todo este infierno se encontró con la que sería, hasta la fecha, la mejor época de su vida. Porque fue a sus veintiocho años cuando conoció a Olivia. Lonosa había empezado a trabajar de nuevo como cocinero, esta vez en un buen restaurante en la ciudad, y tras el cierre solían ir todos juntos a tomar algo al mismo lugar. Siempre al mismo, el lugar donde ella trabajaba. No era la única persona que trabajaba allí, pero sí la única causa para que él siempre quisiera ir. Y tras varios meses se decidió a invitarla a salir, lo cual salió bien, igual que todo lo demás. Discutieron alguna vez, y apunto estuvo todo de irse al garete, pero siguieron adelante. También se dijeron que se querían, lo dijeron bajito y de verdad, y con el tiempo con fuerza y sin miedo. Entre ellos se creo un lazo que hasta el ojo humano podía ver.
Pasando ya la treintena Daniel Lonosa era feliz. Vivía con Olivia, la mujer que quería. Trabaja en una buena cocina, y seguía ahorrando para su sueño; lo mejor de todo, es que le faltaba poco. Estaba a un par de años, tal vez tres, de conseguirlo. No sabía si podría ser más feliz de lo que ya era en ese instante, pero estaba cerca de descubrirlo. Estaba cerca. Pero no lo descubriría. Porque mientras trabaja lo llamarían desde el hospital, para decirle que Olivia había sufrido un accidente. De nuevo el universo se ponía en su contra. Corrió tan rápido que al llegar allí parecía que había ido nadando. Y pudo verla, sobre la cama, en un sueño cuyo fin no se conocía. Las lágrimas llenaron su visión, pero incluso así fue capaz de verlo, en una pequeña pantalla, entre todos las máquinas que la rodeaban; estaba de nuevo otra maldita galaxia.
El miedo regresó a su cuerpo, pero lo hizo cambiado, era el miedo de aquel que acaba de entender algo.
Salió de allí ido, con un silencio creciendo de nuevo en su interior, mientras todo se unía en su mente. Había visto esa imagen antes, la había visto...
Entre las llamas no le dio importancia, lo único que llenaba su mente era el olor de sus padres, pero ya estaba ahí. En silencio, en la televisión, una parte del universo lo miraba. No podía ser, no tenía sentido alguno, pero no dejó de pensar en ello. Siguió recorriendo los pasillos del hospital mientras cada sonido se esfumaba. Su mente se hundía en sí misma siguiendo el hilo que cruzaba todo el cosmos y pudo alcanzar el inicio. El día que murió su abuela, allí estaba, el universo siempre le estuvo mirando. En sus peores momentos él aparecía.
¿El universo me odia?
Es una pregunta carente de sentido fuera de la vida de Daniel Lonosa. El universo no tiene consciencia, no es más que un inmenso espacio donde todo reside, pero siempre aparece cuando su vida se tuerce. Su imagen, de cualquiera de sus infinitas partes, es la antesala de su desgracia.
Las visitas al hospital se convirtieron en su día a día. Se sentaba junto a Olivia durante horas, le decía como iba todo en este lado del mundo, leía para ella, y le contaba las cosas de su vida que todavía desconocía. La echaba de menos. Pasaron los meses y la cosa no cambió. Cada día podía ser el final o el principio, pero no eran más que otro día más. Hasta que así llegamos al presente de Daniel Lonosa.
Está agotado, lleva tiempo sin dormir bien, pero hoy está contento. Al menos dentro de la escala en la que vive desde hace tiempo. Lleva en las manos un ejemplar de “El Principito”, el libro favorito de Olivia. Cuando decidió que ese sería el libro que le leería hoy, imaginó como entre las palabras que tantas veces la emocionaron e hicieron pensar, se despertaría. Pero se forzó a borrar esa imagen de su cabeza, no podía alimentar una idea que solo le generaría dolor, ahora no puede permitírselo. Así que cruza el umbral y entra en el hospital. Saluda con un simple gesto a un par de personas, tras tanto tiempo ya conoce a la mayoría del personal. Y gira a la derecha, directo al ascensor más cercano, cuando le parece ver algo por la periferia. La duda lo petrifica durante tres largos segundos, la posibilidad de que sea lo que piensa lo bloquea, pero también le da las fuerzas para girar el rostro. Mira directo a la pantalla sobre el mostrador de recepción, en él debería salir el número para atender al siguiente paciente, pero eso no es lo que muestra.
En la pantalla hay una parte del universo.
Una lágrima cae por su mejilla mientras observa la imagen. Entonces se extiende a la siguiente pantalla, y sigue creciendo hasta invadir en línea las tres pantallas de recepción, y antes de llegar a la cuarta, Daniel lo entiende. Sabe a dónde se dirige. Deja caer el libro contra las baldosas y sale corriendo. Cuando llega al ascensor ve otra galaxia en el móvil de alguien que lo espera. Sube por las escaleras. Corriendo sin importar el dolor de sus piernas, intentando ser más rápido, llegar a tiempo. Necesita ganar la carrera al universo mismo. Cuando alcanza la tercera planta lo ve, una enfermera lleva un viejo oxímetro de pulso, y en su pantalla el universo avanza. Está perdiendo.
Corre con la velocidad que solo otorga el miedo. El más fuerte de todos ellos; aquel que uno siente por aquellos que ama. Ve unos metros delante de él como cambia de nuevo a otra pantalla, apenas queda otro pasillo para llegar y sigue por detrás, necesita ser más rápido. Corre entre lo borroso de su vista, esquivando a pacientes y trabajadores, manchas para él en ese instante. Logra igualar el ritmo del cosmos. Las pantallas cambian y se prenden a su alrededor, pero ni las mira, solo corre. Llegan a la habitación al mismo tiempo y se interpone entre Olivia y la pantalla ante ella. Está plantado ante el propio universo sin saber que hacer. Y llorando por algo que solo él comprende, lo intenta.
–No, por favor.
Y para sorpresa de su propia cordura lo escucha. Con miles de voces a destiempo, logra escucharlo.
–Abandona.
La sorpresa le hace preguntar sin pensarlo.
–¿Qué debo abandonar?
–Tu sueño. Hazlo de una vez.
Lo haría sin dudarlo, de verdad que abandonaría, pero algo le hace dudar un instante. La rabia en la última frase, ¿por qué lo odia tanto? Él solo quiere cocinar en su propio restaurante. No afecta al universo en nada. Así que no puede evitar activarlo, aquello que lleva dentro, aquello que todo humano lleva, su curiosidad.
–Primero dime quien eres.
La voces tardan tanto en responder que empieza a dudar de su decisión, pero al final lo hacen, ceden.
–Somos todos los tú. Los tú de todos los mundos.
Esa no es la respuesta que esperaba. De algún modo ya había aceptado que el universo lo odiaba, aunque no entendiera el cómo, lo había aceptado. Pero no es el universo, es él mismo. Cada versión que existe y existirá de él. Es mucho peor ahora lo sabe.
–¿Por qué debo abandonar?
–Hazlo.
–¡Decidme el maldito motivo! Solo decidme el motivo.
–Porque nosotros lo hicimos.
Las lágrimas irradian con más fuerza que en toda su vida. Muestran el dolor por lo que perdió, el miedo a perderla a ella, y la ira al comprender la razón.
–Todo esto porque yo no abandoné.
–Abandona.
–Habéis destrozado todo aquello que amaba por no dejar mi sueño.
–Hazlo.
–¡¿Me lo quitasteis todo por eso?! Porque vosotros os rendisteis...
–Deja ir tu sueño, o déjala ir a ella.
Esa respuesta frenó toda su ira. Ante él tiene a todos sus versiones que abandonaron, a su espalda la mujer que ama. Solo tiene que decidir. Y lo hace rápido, sintiendo que se rompe su garganta al pronunciar las palabras.
–Está bien, lo dejó, renuncio a mi sueño.
–Todos lo hacemos.
La imagen regresa a la normalidad y se gira hacia Olivia. Todo sigue igual. Se sienta tranquilo junto a ella, y como cada día empieza contarle todo. En esta ocasión le cuenta algo nuevo, algo que dolía, como aprendió a cocinar junto a su abuela. Y mientras narra la historia con la pasión de los buenos recuerdos; ella abre los ojos. Nada más darse de cuenta, la historia se rompe y el silencio vuelve a nacer. Pero esta vez es uno breve, uno agradable, un silencio que precede a la felicidad. La abraza con cuidado, y mientras la mira a los ojos y acaricia su melena, se da cuenta de que ha ganado. Los otros se habían equivocado, él ya había cumplido su sueño, lo hizo hace años.
Ella es su sueño.
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