El Sonriente





Entré en la ciudad con la seguridad de que ese lugar había dejado de pertenecer a la humanidad, había vuelto al seno original a la espera de que la naturaleza lo invadiese, soportando los pasos del último ser humano que caminaría por ella. Tras pasar los últimos meses vagando en la soledad no mantenía la esperanza de encontrarme con nadie, y mucho menos que todo cambiase de nuevo, de que acabara por añorar los meses en los que yo formaba mi única compañía.

Las calles casi mantenían el mismo aspecto que antes del suceso, solo alteradas por una capa de tiempo y los efectos de los animales que ahora la poseían. No había barricadas destruidas, ni grandes atascos en las carreteras, ni muestras de una huida en masa o gran enfrentamiento. El final no tuvo nada que ver con todo eso. Así que pude vagar por su interior sin ningún obstáculo, siendo la primera parada la gasolinera a las afueras, ya que sabía que la preciada gasolina seguiría ahí mismo. Rellené el depósito de la furgoneta y me adentré para buscar entre las tiendas todo aquello que necesitaba. La noche me alcanzó al tachar lo último pendiente de la lista y me puse en busca de un lugar para dormir. Suelo elegir una casa o edificio fácil de entrar, fuerzo la puerta y tras atrancarla desde el interior, ya tengo mi pequeño rincón para esa noche. ¿Para que atrancarla si no hay nadie más? Porque algunos animales están comprendiendo que todo vuelve a ser suyo y ya me llevé un par de sustos. Pero no podría describir la sorpresa que me llevé al ver luces en lo alto de un edificio. Era la única luz encendida en toda la ciudad y destacaba como un estático faro. Las dudas intentaron detenerme, y tendrían razón en hacerlo, pero los meses de soledad y las preguntas tiraron con más fuerza.

Me acerqué al edificio con los faros apagados y detuve la furgoneta a una calle de distancia. Pillé una mochila con lo necesario para pasar la noche y recorrí el camino restante. Al llegar al edificio no noté nada extraño, tan solo me llamó la atención que la puerta del portal estuviese abierta, pero podría ser que la gente que se encontrase arriba no se hubiera topado con problemas todavía. Eso contando con que de verdad hubiese gente. Entré linterna en mano y fui en busca de las escaleras. Con cada planta subida los sudores aumentaban, al llegar a la definitiva, mi pulso temblaba tanto que me era imposible mantener estable el haz de luz. Logré acercarme a la puerta en lo que yo consideraba un sigilo digno de admiración, agarré el martillo que llevaba colgado del cinturón, y pegué la oreja a la puerta intentando recaudar más información.

La puerta se abrió.

Crucé la mirada con el anciano que estaba ante mí, vi como la suya se desviaba lenta hasta el martillo, y retrocedió a zancadas sin llegar a darme la espalda. Pude ver el terror en sus ojos y comprendí su visión de la escena: en una ciudad vacía un hombre se presenta ante su puerta con un martillo en la mano.

Tranquilo, no quiero hacerle daño –dije mientras colgaba el martillo del cinturón y levantaba las manos.

Al cruzar el umbral de la puerta, incluso con las manos en alto, el anciano siguió retrocediendo tropezando en la alfombra y cayendo de espaldas contra el suelo. Por reflejo intenté agarrarlo pero el hombre se cubrió con los brazos entre un grito de pánico. «Lo estás asustando imbécil, cálmate y mantén la distancia», me dije deteniendo mis pasos. Tras unos segundos el hombre descubrió el rostro, como temiendo lo que podría encontrarse.

Siento haberle asustado. Vi la luz del piso desde la calle y hace mucho que no me encuentro con nadie más. –Los ojos del hombre no expresaban nada, pero tampoco parecía asustarse más, por lo que seguí hablando –. No quiero hacerle daño, el martillo solo era para protegerme, no sabía que me podía encontrar y también tenía miedo. ¿Podríamos hablar? Por favor.

Mientras se ponía en pie pude fijarme más en él. Era bajito y enclenque, todavía conservaba una buena mata de pelo grisáceo, y tanto las gafas como la camisa parecían ser para alguien más grande. Cuando se puso en pie me hizo una señal y se fue a otra sala. Fui tras él nervioso, no parecía haber nadie más que aquel anciano, pero tras varios meses sin ver a otro ser humano la idea de una conversación me parecía abrumadora y deseable. Le seguí hasta un salón sencillo y acogedor donde nos sentamos alrededor de una pequeña mesa; él en un sillón y yo en el sofá. Pensé que tras guiarme al interior del piso empezaría la conversación, pero no dijo nada, se mantuvo en silencio con una pequeña sonrisa. Era incómodo, pero me forcé a ser comprensivo, esa situación no sería fácil para nadie. Así que decidí dar el primer paso.

Yo he llegado hoy a la ciudad, ¿usted ya vivía aquí antes de que todo empezara?

Vine...

Así que también tuvo que viajar... –Hablaba tan despacio que no me di cuenta que lo había interrumpido, pero no pareció importarle porque siguió como si nada.

De lejos. –Esperé unos segundos por si fuese a añadir algo más.

¿Y pudo encontrar a alguien por el camino? Yo llegué a pensar que no volvería a ver a nadie, pero aquí estamos, y no podemos ser los únicos.

Nadie más. –Su voz sonaba oxidada.

Tampoco vio a nadie... –La respuesta me decepcionó, pero el hecho de recibir una respuesta ya era una gran noticia–. Pero puede que encontremos a más personas, este es un buen lugar, la ciudad es buena para buscar recursos.

¿Encontremos? –Todavía mantenía esa peculiar sonrisa, pero parecía confundido.

Supuse demasiado, lo siento, no tenemos porque seguir el camino juntos. De hecho ni siquiera nos conocemos.

Me gustaría seguir juntos.

Entonces debería presentarme. Soy Julián, encantado –dije tendiendo mi mano emocionado. La cogió sin decir nada durante varios segundos.

Julián –respondió al fin y mi sorpresa fue considerable.

¿Se llama como yo? Ya es casualidad. –Intenté soltar la mano pero todavía mantenía la presión sonriente.

No, no me llamo así.

¿Qué? No entiendo. –Quise librarme de nuevo del apretón pero la presión aumentó al intentarlo.

Lo haré, me llamaré Julián.

Su garganta había ido perdiendo el óxido sin que fuera consciente hasta ese momento y deseé no haberlo notado. Su verdadera voz ejercía semejante presión que cualquier animal habría querido huir de allí. Yo mismo lo intenté tirando de nuevo para liberar del apretón, para mi sorpresa la presión aumentó de nuevo, hasta el nivel de hacerme daño. Un anciano como él no debería tener semejante fuerza. Pero lo peor era que todavía estaba sonriendo. Aquella sonrisa que parecía nerviosa e inocente al principio ahora me estaba mirando. Se inclinó hacía mí veloz, y sin procesar la idea, agarré el martillo y golpeé su mano. Me levanté nervioso y asustado. Todavía no era consciente de lo que acababa de hacer, había sido un acto reflejo, como apartar la mano del fuego. Pero lo que me provocaba pavor no era mi reacción, sino la del anciano. Había dejado de moverse, con la ensangrentada mano todavía levantada, y la sonrisa clavada en su rostro.

Retrocedí despacio tres pasos hasta que al fin reaccionó. Se puso de pie girándose en mi dirección. Di dos pasos más hacia atrás y levantó la cabeza clavando la mirada en mí. Habría retrocedido otro cauteloso paso, pero en ese instante se dejo caer hacia delante cayendo sobre sus extremidades como si de un animal se tratase. Abandoné la cautela para correr despavorido. Alcancé la puerta escuchando su carrera a mis espaldas y ni intenté cerrarla, sabía que estaba demasiado cerca, si hiciera la mínima pausa me alcanzaría. Seguí por el pasillo de la planta hacia las escaleras abriendo esa puerta con el hombro. Antes de que se cerrase por la inercia la escuché chocar contra la pared. Corrí escaleras abajo escuchando su grito.

¡Déjame ser tú! Necesito un cuerpo, ¡dame el tuyo!

No frené por sus palabras, sino por que no sonaban a mi espalda. Había dejado de seguirme y estaba una planta y media por encima de mí. Podía verle en diagonal desde el hueco de las escaleras. La sonrisa se había extendido tanto que había alcanzado sus orejas, no era humano, y no estaba dispuesto a descubrir lo que era. Aparté la mirada para seguir corriendo y solo lo percibí por el rabillo del ojo. Al girarme por lo que me había parecido ver lo encontré de frente. Había saltado por el hueco de las escaleras y estaba casi a mi altura. Levanté el martillo y sin atreverme a mirar lo golpeé frenando su avance. Quedó colgado por una mano de la barandilla y la otra agarrándome de la ropa.

Dámelo ya, ¡lo has tenido mucho tiempo!

Me agarró por detrás de la cabeza, lograba acercarme cada vez a su boca sin importar mi resistencia, podía oler la sangre que llenaba su rostro por el martillazo. Todavía estaba colgado en el vacío, aunque no por mucho tiempo. Con esfuerzo logré levantar el brazo y descargar otro golpe sobre él. Pero no cedía lo más mínimo. Seguí golpeando mientras se agarraba a mí. El pánico hizo que dejara de pensar y solo siguiera usando el martillo sin mirar. Hasta que al fin noté como la presión se liberaba. Abrí los ojos a tiempo para verlo caer y chocar contra el suelo varias plantas más abajo. Mantuve la mirada sobre sus restos hasta que la respiración volvió a la normalidad. Sin entender nada y con la ropa manchada de su sangre seguí bajando para regresar a la furgoneta.

Cuando llegué al portal el cuerpo no estaba allí.

El charco de sangre se mantenía intacto, no se había arrastrado en ninguna dirección, ni un pequeño reguero marcaba su huida. Era imposible en todos los aspectos, pero encajaba con lo irreal de la vivencia. No pensé más y salí corriendo hasta alcanzar la furgoneta. Me fui de la ciudad en ese instante y no dejé de conducir en toda la noche. No volví a verlo hasta días más tarde, mientras rellenaba el tanque de combustible, estaba mirándome desde una carretera lejana. Todavía estaba sonriendo.



Diego Alonso R.

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