No
soy una cobarde.
Son
las palabras que me repito ante la entrada del cementerio. Desde
pequeña les he tenido miedo, ahora ya tengo mis veinte años y
entiendo que no hay nada más que muertos, pero el miedo no se
marcha. No es que crea que los muertos se levantaran para devorarme,
no. Es más bien que no puedo evitar pensar en toda la gente que se
ha roto en ellos, que intentaban entender porqué tenían que ser los
suyos los que se iban, las veces que me despedí de los míos. Pero
da igual como los mire, da igual que los vea como monumentos al
llanto, tengo que superarlo. Y por eso estoy aquí plantada en plena
noche, si logro pasear por él en estos momentos estoy segura que
podré adelantar al miedo.
Encima
hace frío. Ni el vaquero ni el plumífero me salvan de él, así que
me recojo la melena bajo un gorro tan oscuro como ella, me repito de
nuevo “no soy una cobarde”; y abro la verja con un chirrido de un
macabro cuento. Dejo la verja sin cerrar, de algún modo me da más
seguridad. No hay luz hasta que enciendo la linterna del móvil. Está
todo tan oscuro que parece que fuera del haz de luz no existe nada,
que él crea un camino para mí, aunque este no me guste. Subo los
tres escalones iniciales y avanzo en línea recta.
Bajo
mis pies la hierba mojada, y a mis laterales hileras de mármol y
granito, en diminutos bloques de apartamentos para los muertos.
Intento que alejar de mi cabeza las imágenes y los llantos. Alcanzo
la primera intersección y giro a la derecha. Me parece escuchar
algo. Apago la linterna al instante, sin tan siquiera pensarlo; dicen
que la luz atrae a la vida y yo no quiero atraer a nada. Intento
afinar el oído buscando la dirección y la causa del ruido. Me digo
que lo más probable es que sea alguna musaraña o ratón, algún
familiar desvelado por la culpa, o incluso una pareja con fetiches de
ultratumba. Pero suena similar a un susurro, así que igual estoy
interrumpiendo los lamentos de una pérdida o una extraña fiesta
nocturna. Mis ojos aún no se han adaptado ala oscuridad y tengo que
avanzar casi a tientas. Giro siguiendo el sonido. No sé si en la
segunda, puede que tercera esquina, todo me parece igual este
laberinto de mármol. Pero termino en otra intersección y la imagen
hace que mi mandíbula se bloquee.
Ante
mí hay un grupo de cinco personas cubiertas por túnicas rojas,
sobre sus cabezas llevan algo parecido a una corona de espinas, y
todas están alrededor de un círculo en el suelo. La luz de varias
antorchas clavadas en el suelo lo iluminan todo creando un aura que
no sé describir, pero que no me gusta. Intento irme antes de que me
vean, pero tropiezo en la oscuridad y …
Me
despierto en medio del círculo.
Mire
alrededor dudosa pero estoy en medio del círculo. Al intentar
moverme me topo con que estoy atada a una especie de poste que antes
no estaba. También me doy cuenta que me han quitado el abrigo y la
camiseta; para dibujarme un infinito en el abdomen. Lo recuerdo con
torpeza, al intentar huir tropecé y me golpeé la cabeza contra una
tumba. Estoy jodida, no sé que quieren, pero estoy jodida. Son tres
mujeres y dos hombres; ninguno aparenta estar por debajo de los
treinta ni por encima de los cincuenta años. Todos están frente a
mí susurrándose mientras me miran por intervalos. A mi mente viene
el olor a corazoncillo (aunque no los veo por ningún lado), junto a
la luz de las antorchas me recuerda a las noches de San Juan. Eso no
hace que me tranquilice. Todos se enfilan ante mí y el primero saca
un cuchillo. Me asusto y forcejeo temiendo lo peor, pero los nudos
son fuertes y no logro más que hacerme daño en las muñecas. Justo
ante mí se corta en su mano y con un gesto me salpica con su sangre;
pasa el cuchillo a la siguiente y se marcha a su lugar. Así uno tras
otro me salpican de sangre mientras intento pensar qué mierda
debería hacer. ¡Maldita sea! Yo venía a superar mis miedos, no a
que me aterrasen otros temores nuevos. Pero son personas al fin y al
cabo, tal vez me escuchen. La ultima se corta ante mí y decido
hablarle sin saber muy bien qué decir.
- ¡Espera! No sé si sois satánicos o algo así, pero por favor dejadme ir, ni siquiera he visto bien vuestras caras.- ¿Se me podía ocurrir una frase peor? Yo creo que no, a veces el miedo nos ayuda y otras nos hace parecer imbéciles.
- ¿Satánicos? No somos satánicos pequeña...
Sonríe
de una forma que me eriza todo el bello del cuerpo, y luego me
salpica con su sangre. Ocupa su lugar y entonan al unísono una
oración en un extraño idioma. No entiendo que dicen así que miro a
mi alrededor buscando la manera de huir. Por primera vez me fijo en
los símbolos del suelo, no está lleno de pentagramas como me
esperaba; sino de círculos cruzándose dibujando lo que parece un
infinito, y del que salen otros círculos sobre los que están mis
secuestradores. No dejan de repetir lo mismo y el pánico me invade
hasta que termino tirando de las cuerdas y gritando. El poste es fino
y parece bien clavado en la hierba. Así que pienso gritar hasta que
me duela la garganta, hasta que alguien me escuche. Terminan de
recitar y mis gritos todavía suenan más fuertes. Continuo tirando
con todas mis fuerzas y creo que estoy sangrando por una herida en
las muñecas.
Suenan
docenas de pequeñas explosiones y detengo mis gritos.
Ellos
se observan y asienten unos a otros. Miro a mi alrededor y entiendo
algo que hace que descubra lo que es el verdadero pánico, no como el
de antes no, un pánico tan básico y profundo que no me hace gritar;
sino orinarme. El ruido de hace un momento no eran explosiones, eran
la tapa de las tumbas y los nichos al romperse desde el interior. Y
ahora sus habitantes están saliendo de ellas. Unos salen arrastras,
los de las más altas saltan, pero todos se yerguen y caminan. Los
muertos se están levantando y vienen hacia nosotros. A mí espalda
escucho un grito que sin duda indica que les están atacando a ellos,
porque uno se lanza entre la creciente marea de muertos, mientras las
tres mujeres se arman con las antorchas y se defienden a golpes.
Yo
intento no volverme loca.
Por
ahora son pocos muertos, parecen resistentes y yo diría que hasta
fuertes, pero no rápidos. La pequeña batalla se vuelve un caos, veo
a los muertos caer y arder por los golpes de las antorchas, hasta que
una de estas termina a un paso de mí. Veo la oportunidad y me fuerzo
a reaccionar, al cuarto intento lo logro e intento derribar el poste
al que estoy clavada. No parece muy fuerte, pero está clavado
profundo. Pero el temor hace que saquemos todas nuestras fuerzas
cuando solo quedan dos de ellas logro arrancar el poste. Me acerco
cuanto puedo al fuego para intentar quemar las cuerdas, y parece
funcionar, pero por el dolor del la quemadura grito. Los muertos
fijan su atención por primera vez en mí y algunos cambian su ruta
para atacarme. Uno de ellos está apunto de alcanzarme pero logro
soltarme y golpeo su cabeza con la antorcha. Salgo corriendo con esta
en al mano. Veo como los cadáveres siguen saliendo de sus tumbas,
esquivo un par de ellos y me encamino a la salida. Un grupo está en
el único camino para cruzar la puerta así que voy antes de que me
fijen como su objetivo.
Corro
sin rumbo alguno entre tumbas y esquivando algún muerto, parece que
todos se dirigen hacía la zona del ritual. Tropiezo con los restos
de una de las tapas de mármol y caigo haciéndome daño en la
rodilla y perdiendo la antorcha. Algunos de los muertos me ven y
avanzan entre gorgoteantes gritos. No puedo huir, tampoco puedo
luchar contra todos, pero tal vez pueda esconderme. Abandono la
antorcha donde está y me muevo tan rápido como el dolor me permite
hasta doblar una esquina. Ante mí está una pared de nichos vacíos,
y aunque no hay muertos vivientes escucho a algunos acercarse. Los
nichos están rotos y vacíos así que es fácil trepar. Lo hago
ignorando el dolor hasta el segundo más alto y entro con los pies
por delante. Si ninguno me han visto subir, y creo que no lo han
hecho, debería estar a salvo hasta que se marchen o dejen la salida
libre.
Tras
un par de gritos humanos solo queda el silencio. Roto de cada cierto
tiempo por algún gemido, gorgoteo, o golpe. No me atrevo a mirar por
si alguno me viese, así que espero en silencio, intentando controlar
la respiración. Escuchando...
Al
despertarme me golpeo la cabeza contra el techo del nicho y se me
escapa un grito. Me congelo al recordar dónde estoy y darme cuenta
que he gritado. Espero con la respiración contenida escuchar los
gemidos de los monstruos hacía aquí, escuchar sus torpes
movimientos mientras trepan para devorarme; pero no sucede nada. Hay
un silencio sepulcral. Asomo la cabeza y los muertos están ahí,
pero no reaccionan. Bajo con cuidado, pero la bajada es más difícil
que la subida y me caigo antes de tocar suelo. Me levanto dolorida,
los golpes son peores cuando tienes el cuerpo frío, y yo apenas
siento las extremidades. Los muertos parece que han regresado ha su
estado natural, la rigidez. Avanzo hacia la salida cojeando un poco a
causa de la caída y observando la escena. Ver las tapas que cubrían
los nichos y las tumbas esparcidas por el suelo, ver todos los
espacios vacíos, y a sus ocupantes tirados por todos los rincones...
Hace
que dude de mi cordura y me pregunte si habrá pasado en otros
lugares. Pero ahora no es momento de pensar, es el momento de
regresar a casa, y no volver a un cementerio nunca más.
Nunca.
Diego Alonso R.
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