Pertenezco
a una generación de grandes hombres domesticados sin tan siquiera
saberlo. Yo mismo fui uno de ellos (y a veces sigo siéndolo),
pensaba que el mundo era mío, que los demás no importaban y que mis
ideas las había tenido yo solo. Cuan estúpidos podemos ser con
diecinueve años. Y con ochenta también. Debo admitir que mi punto
de vista no está alterado por mi propia mente, sino por la de una
mujer que conocí hace tiempo, la que me enseñó a ser quien soy
hoy. Muchos hombres dicen que fueron sus madres quienes los
convirtieron en hombres -frase que sigue turbando mi imaginación-, y
en mi época esto no era diferente. Eran mujeres que nos querían y
enseñaban que teníamos el derecho de pisar a los demás para estar
delante, que ellas eran el segundo plano que nos hacía felices y
sobre todo, que no debíamos romper la imagen que teníamos montada. Pero no, no fue mi
madre quien me enseñó a ser un hombre. Fue otra mujer, la conocí
en 1952 a mis diecinueve años.
Por
aquella intentaba ganarme un dinero como manitas, arreglaba todo lo
que los vecinos de mi bloque necesitasen. Pero vamos ya a lo
importante, un día me contrato la señora Liu, o al menos todos la
llamaban así. Era una mujer asiática y por aquella creo que rondaba
los treinta años, era morena, delgada, y con la estatura de
cualquier mujer. La primera vez me contrató para arreglar un
calefactor, me llevó hasta el y me dijo que la avisara cuando
terminase. Tras un rato más largo de lo que suelo admitir terminé,
la busqué y la encontré en su cuarto. Estaba tumbada sobre la cama
mientras se masturbaba. Me vio y continuo hasta terminar su trabajo,
luego comprobó que el calefactor funcionaba y me pagó por ello. No
hace falta explicar lo que hice esa noche. El segundo encuentro fue
para el montaje de un mueble, durante este proceso estuvo conmigo y
hablamos sin ningún tipo de rumbo. Ahora entiendo que sí había un
rumbo, el que ella establecía, y que estaba entendiendo que clase de
hombre era. Por aquella me concentraba por mirarla a la cara sin que
mis ojos delatasen a mi mente. Tras ello llegó el tercer encuentro.
En esta ocasión me pidió que me sentase en el sofá, ella se sentó
enfrente y tras un largo rato en silencio, follamos. Mejor dicho,
ella me folló. Hasta entonces yo había estado con dos chicas del
barrio y una profesional que me pagó mi tío. Pensaba de mí que era
todo un hombre, que lo hacía con control y rudeza. El la siguiente
charla descubrí que, aunque tenía un aguante decente, me movía sin
ritmo alguno y mi lengua parecía un cadáver. Luego repetimos hasta
que ella quedó satisfecha y no conté nada. No porque ella me lo
prohibiese, en realidad creo que no le importaba lo más mínimo,
pero quería entender que estaba pasando.
El
cuarto encargo resultó ser una reforma de la habitación más
pequeña, se convirtió en un trabajo de días en los que
terminábamos sudando. Lo primero que aprendí fue a darle vida a mi
lengua, luego encontré la manera de que mis caderas me hicieran
caso. Pero no todo se reducía al sexo, también hablábamos. Es
increíble lo rápido que te abres a alguien cuando no tienes que
fingir ser otra persona, y así me sentía en su presencia. Ella me
escuchaba y comprendía. Le confesé que estaba cansado de mi mismo,
de intentar ser lo que todos querían. Que me negaba a que mi rasgo
más característico fuera ser estoico y tener la polla dura. Tras
decirlo temí que se bufara de mí, pero su rostro solo reflejaba
pena y me mostró que los hombres de verdad, sienten como toda
persona. Por primera vez lloré la muerte de mi hermana.
Nunca
supe mucho de su vida, más allá de que tenía bastante dinero y
unos ideales férreos; ella no quiso contarme más y yo tampoco lo
necesitaba. Acepté aquello que todos sabemos pero que nos cuesta
pronunciar, conocemos la imagen que tienen de nosotros pero no
nuestro verdadero ser. Tras todo esto mejoré y empezábamos a
follar. Hacerlo de verdad. La reforma avanzó y al final era capaz de
satisfacerla. Descubrí que el respeto hacía una mujer es fácil de
mostrar, trátala como un ser humano, puede parecer estúpido pero
tarde en entenderlo. Pero la obra terminó y en el quinto encuentro
solo tomamos café. Luego se fue de la ciudad y no volví a saber de
ella.
Al
final de una vida ¿Sabes qué es lo único que tengo claro?
Que
deberíamos mirar dentro de nosotros más a menudo y que el sexo es
mejor sin tabús.
Diego Alonso R.
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