Escribo
esta reclamación a causa de un incidente sufrido en su tienda
-Volterer-, en la calle Ignacio Martínez nº 32; el 12 de enero del
1995.
Esa
tarde fui a su lavandería a lavar cuatro mantas (dos marrones
gruesas, una morada fina y una gris de un grosor intermedio), pese a
que tengo lavadora propia, no tiene el tamaño necesario para dicha
misión. Cuando llegué me pareció un establecimiento de lo más
elegante. Varias hileras de lavadoras y al fondo una pared repleta de
ellas, todo ello envuelto en una pared forrada de un precioso mármol
que simulaba grietas de un tono marrón. Pensé que era un buen lugar
para limpiar mis mantas. Así que fui hasta la pared del fondo, elegí
una vacía y la utilicé para la función ya mencionada. Tenía una
hora por delante y no quería dejar mi ropa desamparada, cualquiera
podría robarla. No es que diga que su clientela sean unos viles
ladrones, es que en estos tiempos uno no puede confiar en las
personas, es horrible. De modo que me senté en uno de sus bancos a
esperar.
Paseé
la vista para ojear a mis compañeros de lavandería. Había una
joven con rastas que desprendía un olor demasiado natural, la cual
estoy seguro que si se arreglase como es debido, podría ser una
bella mujer. Una futura madre y su atento esposo, que me recordaron
lo que es una familia. Y una pobre anciana, tirando de un carrito
marrón. Vestía una falda de lo más adecuada a su edad, y un abrigo
gris que cubría todo lo demás, aunque estoy seguro que bajo el iba
perfectamente conjuntada. Llegó a mi lado y ocupó la lavadora que
estaba junto a la mía. Se sentó a un par de pasos y la pobre mujer
estaba sudando, por lo que le ofrecí mi pañuelo.
- Muchas gracias joven.- Se limpió el sudor de la frente.- Una se cansa más rápido que antes ¿Entiendes? La edad no ha dejado mucho de mí.
- No diga eso señora, tiene un aspecto impecable.- De verdad lo pensaba, y lo pienso.
- Uy, que amable ¿Cómo te llamas?
- Soy Daniel, encantado.
- Daniel, que nombre tan bello. Yo me llamo Rebeca y es un gusto conocerte.- Que señora tan entrañable.
- Perdone si sobrepaso la línea pero ¿Por qué viene usted sola a la lavandería? Hoy en día las calles no son seguras, su marido debería acompañarla. Si es que está usted casada.- Se que fui demasiado lejos, pero mi empatía me hizo preocuparme de esa pobre mujer.
- No te preocupes joven, no te has sobrepasado para nada. Y sí, estoy casada, pero me temo que el inútil de mi marido no puede ayudarme mucho más.
- Está casada y no viene a cuidar de usted ¿Cómo es eso posible? Perdone que le diga, pero es un desaprensivo.
- Es mucho más que eso, hazme caso. Pero no pudo venir porque ayer lo maté, estaba cansada de soportar sus tonterías. Siempre quejándose y sin hacer nada.
- Entiendo. Ese sí es un buen motivo para no acompañarla.- Ambos nos reímos en ese momento, siempre he sido bueno haciendo reír a la gente.
- Perdona Daniel. He metido en la lavadora la ropa que use ayer en el asesinato, tendrías que ver como mancha ese hombre ¿Podrías vigilar mi lavadora mientras hago una pequeña compra?
- Por supuesto señora, puede ir usted a comprar tranquila. No se apure.
Si
de algo estoy orgulloso es de mi buena educación, uno siempre debe
tratar con respeto a los ancianos, más si son tan encantadores como
Rebeca. Y ni se atrevan a dudar de las palabras antes relatadas,
tengo una memoria impecable y jamás me atrevería a cambiar una sola
palabra. Y volviendo al tema, esperé.
Como
no había nadie en su establecimiento que pudiera darme una
conversación interesante, me puse a leer un poco a mi querido Julio
Verne. Siempre me encantó la mente de ese hombre, llena de magia y
con un pie en la tierra. Maravilloso. Los capítulos avanzaban rápido
-soy de lectura veloz- y estaba inmerso en la historia. Pero llegó
un joven que parecía amigo de la joven con rastas, y empezaron a
reírse juntos. Hice todo cuanto pude por mantenerme inmerso en la
lectura, pero era imposible concentrarse, se lo juro. Ni con una
embarazada presente se comportaban, insolentes. Así que dejé el
libro sobre el banco, me levante fui directo hacía la pareja.
Primero intenté decirles de buenas maneras que bajaran el tono de su
conversación, y el joven me respondió algo tan vulgar que no pienso
transcribir dichas palabras. Por lo que no me dejó otra que golpear
su cabeza contra una de sus lavadoras. Lo hice repetidamente, hasta
estar seguro de que aprendía la lección. No se preocupen, yo mismo
limpie la sangre de su lavadora.
Tras
ese pequeño problema regresé a mi lectura y todo fue bien. Rebeca
llegó poco antes de que las lavadoras terminasen, y mientras me
deleitó con una maravillosa conversación. Es una mujer apasionante.
Cuando las lavadoras terminaron nos llevamos una nefasta sorpresa. No
fue por mis mantas, la cuales están impecables, eso lo admito. No.
El motivo de mi reclamación es en nombre de mi nueva amiga Rebeca.
Las manchas de sangre seguían en su ropa. Yo mismo tuve que
limpiarla a mano. Si no llega a conocerme esa pobre mujer tendría
que haber hecho dicha labor, y lo veo intolerable. Una lavandería
como la suya debería tener algún servicio para la limpieza de
sangre y similares. El asesinato es un trabajo muy duro, como para
que encima no podamos limpiar nuestra ropa como es debido. Siento
tener que hacer esto, pero espero que en la próxima ocasión su
lavandería ya tenga un mejor funcionamiento.
Un
saludo, Daniel.
Diego Alonso R.
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